jueves, 11 de agosto de 2011

Reflexiones psico 3



Esta serie que se me ocurrió titular “Reflexiones psico” es un intento de describir ciertos tics, sentimientos y sensaciones, que normalmente no converso con casi ningún afecto cercano. Porque están en otra, no me escuchan, son muy densos o no les interesa. No importa porqué.

Para un tipo tímido como yo es difícil también exponerse en un blog  porque me siento examinado por miles de ojos. O sólo por dos, da lo mismo. Pero escribir me alivia. También me da ánimo ver que se escriben millones de ridiculeces por minuto en la web y que algunos no pueden siquiera expresarse con decencia. Vamos para adelante. Ya  admití que esto era una especie de diario virtual post-adolecente y ya está fuera de moda usar cuadernos con pequeños candados. La única preocupación que tengo es ajustar lo más estrictamente posible mis percepciones.

Tampoco debería autocensurarme para esquivar el ridículo porque -aunque Fixie no me crea- no tengo ningún 'muerto en el placard' para declarar. Si hasta a veces me parece que soy demasiado cuerdo. Si me averguenza un poco no mostrar mayores profundidades filosóficas pero es lo que Dios y la genealogía me han provisto. No se si es bueno o es malo aún: soy demasiado conciente de mis limitaciones. Horanosaurus. 

Reflexiones psico 3. "Peleando por causas perdidas"

Estaba pensando en detalles de mi pasado que hoy se me ocurren graciosos viéndolos en perspectiva, pero que en su momento me produjeron aislamiento y dolor.

Alguna vez me propuse –dándole certeza a eso que “tragarse sapos” daña nuestra fisiología- no callarme respuestas a las agresiones gratuitas de la gente. Un modo de defender mi dignidad, un valor no negociable que me llevaré a la tumba. Y durante muchos años fui un tipo de reaccionar fuerte ante cuanta injusticia se me cruzara por delante. Todavía me dura bastante pero la experiencia me hizo balancear y corregir algunas cosas.

Está visto que en este mundo cruel quien tiene más poder que uno y está arriba, muy pocas veces tiene el equilibrio necesario para ser justo y no ostentarlo contra el más débil. Supongo que lo deben hacer para compensar su falta de valentía o de talento o por algún complejo psicológico. Los más cobardes, suelen usar ese poder para lastimarte si uno no demuestra sumisión.

Como nunca he intentado nada “por izquierda” no tuve que ser obsecuente por contraprestación. Tampoco por gusto personal, bah. Y nunca sabré bien los motivos pero cuando alguien osa menoscabar mi dignidad con algún cuento, me sale de adentro un indio indomable y avasallo a mi adversario con todos los argumentos a mano y la yugular hinchada. Como suelen ser muy lógicos, gano dialécticamente, pero no mido las posibles consecuencias.

También solía defender por solidaridad -a costas de mi propia seguridad- las causas de gente que me rodeaba y que consideraba estaba en inferioridad de condiciones ante quien la bastardeaba. Intentando poner blanco sobre negro la idea con un ejemplo, me he peleado varias veces con algún jefe en el trabajo por intentar salvar la honra de compañeros a los que basureaban, desmerecían o ninguneaban. Recuerdo el caso de G.G. quien, después de haberle enseñado largamente al “asesor” profesional-paracaidista J.D. (uno de esos acomodados de la política que abundan en el Estado) sobre un tema de comercialización de ganado, no fue tenido en cuenta cuando el organismo debió enviar a un expositor para hablar del asunto en un seminario que se daba en una universidad bonaerense. El jefe recompensó con la distinción a otro profesional-paracaidista de segundo nivel, que sabía mucho menos.


Cuando me enteré de la injusticia y tuve la oportunidad de hablarle, ante la negativa del asesor a corregir la medida, le tiré sobre su cara la bajeza de la decisión que tomaba. Y no conforme, renuncié a seguir formando parte del equipo temático. Por una de esas que tiene la vida, no tomó represalias sobre mi pero mi intransigencia me dejó sin un trabajo técnicamente interesante y para el cual estaba bastante bien capacitado y preparado. Fue para siempre porque, pasado el tiempo, no pude obtener las condiciones y el poder de decisión que pretendía para retornar a algo que me gustaba.

Lo más triste es que mi compañero G.G. siguió colaborando con esos superiores sin chistar. De tonto que soy, tardé un tiempo en advertir que nunca se había sentido rebajado por ser apartado de esa misión, nunca bien reconocida. Lo tomó como algo natural o sencillamente fue sumiso. Muy posiblemente quizás ni entendió bien porque me peleaba por él. Incluso, muchos años después me traicionó contándole a otro superior que por diferencias de opinión (específicamente no lograba sobreponerse a comentarios míos diferentes a su percepción sobre la actualidad política del país y del organismo en que trabajamos), no quería más compartir viajes de trabajo conmigo. Como si mi sinceridad y crítica lo asfixiara. Ni siquiera tuvo agallas de hombre de resolver nuestras diferencias conversando frente a frente. Terrible y definitoria decepción. No lo odio: solo le tengo lástima y le retiré mi amistad.

La segunda arista de este relato de confesiones se concentra en algunos reclamos que hice en diversas ocasiones contra corruptelas que advertía en los organismos en los que trabajé,  las dos veces que fui elegido como delegado menor en los dos sindicatos donde estuve o estoy afiliado. La idea no era sacar ninguna ventaja personal ni destacarme sino la inocente creencia que, siendo inobjetables mis denuncias, iba detrás de una causa justa. Y que muchos estarían de acuerdo en destapar esas traiciones que perjudicaban al conjunto.

Aquí también el tiempo me dejó descubrir en perspectiva una fotografía en la cual aparecían todos mirándome sin comprender mis acciones: los corruptos porque pensaban que una hormiguita les estaba haciendo cosquillas y empezaba a molestarlos; los traicionados como yo, mis pares, no entendían como un loco emprendía con tanta enjundia una de Don Quijote contra los poderosos.

Un detalle: fíjense que cuando castigan a alguien por “pasarse de la raya” dentro de una organización o jerarquía cualquiera, sea persiguiendo un fin justo o cometiendo un error, la gente del grupo toma conciencia del peligro que ella misma corre y, por miedo, aísla al compañero castigado, aunque tenga razones atenuantes. Nadie suele solidarizarse con el rebelde. Me cansé de experimentar esa amarga sensación. Pasados los años y cuando pasó el peligro y el tiempo hace las cosas claras hasta para un ciego, podrá sumarse algún apoyo más.

Me vienen a la memoria dos hechos puntuales más. Una vez, habiendo analizando a fondo el balance presentado por la comisión directiva de una filial de sindicato, nos presentamos dos o tres compañeros del grupo en la asamblea que debía tratarlo. Nuestras objeciones a ciertas guarangadas de fácil detección causaron sorpresa en el auditorio pero no fueron obstáculo para que fuera aprobado por unanimidad. El pequeño y díscolo grupo de trabajo se disolvió rápidamente cuando le dispensaron ciertos pequeños privilegios a mis ex amigos para que se callaran la boca. A mi no me hicieron falta: simplemente me aislaron.

El otro recuerdo fue una presentación formal, ante el ministro de turno, de la lista de delegados triunfadora en las elecciones del gremio del organismo. Cada uno iba presentándose ante el funcionario, expresando su opinión de la gestión que ofrecía cada área representada y sus necesidades más urgentes. Todo discurría amablemente en el Salón Gris. Incluso hasta dos compañeros de origen trotkista compartían ideas amigables con el jefe. Hasta que me tocó el turno de hablar y, contra lo recomendado por las reglas de la cortesía política, osé opinar que mi organismo era un antro de corrupción donde había hijos y entenados, para resumirlo aquí en pocas palabras. Como si fuera hoy recuerdo cuando el encumbrado M.C. cambió su cordial fisonomía, empezó a enrojecer su rostro de a poco y apuntándome con un dedo me espetó: "¡A vos te voy a destruir!", aduciendo que mentía. Sorprendido, solo atiné a preguntarle si era normal para él "matar al mensajero". La calentura fue luego en baja atenuada por los otros participantes, mientras el funcionario mangueaba un cigarrillo a un delegado que tenía al lado. Todo terminó en paz, con apretones de manos y entre chistes (de los demás).

No dudo que mis compañeros en esa ocasión no compartieran mis ideas pero también aprendí que muchos delegados de mayor poder usan las embestidas de locos como yo para lograr más espacio político con los de arriba. Como suele decirse, la juegan de "componedores", de dialoguistas. Piensan que eso de la confrontación de intereses "no va más" porque la relación de fuerzas es desigual y "los compañeros no participan". Su política es tomar el café todas las tardes con los funcionarios y entre chiste y chiste sacarles alguna concesión con la cual satisfacer a sus dirigidos para lograr los votos que los mantengan en su posición. También para su beneficio personal, por supuesto. Incluso, la aparición de un "sincericida" de vez en cuando les da más oxígeno para negociar esas secundariedades, prometiéndole al poderoso ponerlo en caja.

Lamento reconocer que me ganaron pero experiencias como estas me condujeron a pensar que la militancia honesta, por más que se apliquen conceptos de conducción política y vayan detrás de ideas justas, es otra de las tantas luchas de egos en la cual es inútil embarcarse. ¡Es tan fácilmente corruptible la gente! ¡Con tanta ligereza justifican sus traiciones! ¡Sus convicciones son tan lábiles! Se pelean por mínimas porciones de poder y cualquier diferencia es óbice para independizarse en una republiqueta aparte.

Quienes demuestran algo de solidaridad y sensibilidad están muy alejados del "hombre nuevo", ese capaz de inmolarse en pos del conjunto, el que proponía el Che y de los que tantos burguesitos cobardes hoy se burlan. Poco quieren dar, poco quieren ceder. Por eso, hoy por hoy, creo que la única salida digna que nos queda es trabajar en organizaciones solidarias, cuanto más efectivas, independientes y anónimas mejor, sin alimentar la egolatría ni el interés propio de ningún dirigente.

Mis reacciones ante cosas injustas me acompañan en el tiempo. No se si es una culpa religiosa o un vestigio de sensibilidad. Es algo sanguíneo y todavía lucho por controlarlas. Tampoco se para que me sirvieron ni servirán, porque no cambian nada ni a nadie.

Varias veces me he bajado del auto para reclamarle a otro conductor no respetar las señales de tránsito y poner a los demás en riesgo. Aunque todos me adviertan que es peligroso porque en Buenos Aires normalmente los más irrespetuosos de la convivencia están crispados o alardean de alguna impunidad. Quizás el día que me toque ser víctima de un robo o una provocación patotera, o ser testigo de una agresión a un indefenso, mi propia reacción -seguramente destemplada- me enviará al cadalso. Me cuesta aún medir las consecuencias: cuando engrano, redoblo la apuesta, "escapo para adelante".

Alardear de alguna ventaja es lo que hacen los "barras" en las canchas, los "excluídos" que violentan a los "incluídos", los de arriba, empresarios y funcionarios. Cuando no se tienen barreras morales, cualquiera refriega su cuota de poder al de abajo. El portero de edificio extorsiona a los consorcistas. Un sodero corre a tiros al competidor que le robó un cliente. El gremio le quema la panadería a uno que bajó los precios demasiado o le cobra una cuota "por seguridad" al comerciante. La vieja fábula del gallinero. Ellos encuentran alguna herramienta que oculte su profunda cobardía, los haga creerse valientes, mantenga sus privilegios o simplemente les permita sobrevivir en la jungla. Quizás ni necesiten justificárselo.

Como dijera el filósofo quemero Ringo Bonavena, la experiencia es un peine que te alcanzan cuando te quedaste pelado. Después de lo vivido, del análisis y la síntesis, queda algo así como la nada, el desengaño. Por eso vamos agregando ladrillos en la pared, para poder sobrevivir a esta locura. Horanosaurus.

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