viernes, 26 de julio de 2013

J. P. Feinmann: sobre el desencanto de nuestros días




Mi necesidad de compartir unos cuantos párrafos escogidos de "La sangre derramada (ensayo de la violencia política)" de José Pablo Feinmann (1998), surge como reconocimiento a la movida interna que me produjeron. El autor analiza -y rechaza- el uso de la violencia como arma política a través de la historia argentina y se mete con sus derivaciones en el individuo, la sociedad actual, las guerras, la pena de muerte, etc. No puedo entretener a la gente que quiero con cosas como estas -porque inevitablemente sus preocupaciones y pensamientos pasan por otro lado o no coincidimos para compartirlos- entonces utilizo de nuevo este humilde blog como si un paciente amigo quisiera charlar estas ideas. En una de esas le sirve a alguien y a mi me aplaca la ansiedad. Hay otras selecciones temáticas de este autor en otros rincones de este blog. Horanosaurus.

"La violencia en el fin del milenio. El siglo que termina pareciera terminar sin respuestas. O, tal vez, las respuestas que ofrece son las de la desesperanza: las revoluciones fracasaron, los movimientos que surgieron para luchar por la libertad de los hombres llevaron a nuevas opresiones. Las ideas se encuentran bajo sospecha, ya que se transformaron en concepciones intolerantes que condujeron a la radical negación de la existencia de alguna posible verdad en el diferente… sobre estas ruinas se erige la más ineficaz de las sociedades, quizás la más irracional de todas cuantas se expresaron a lo largo de este siglo… como mecanismo sustancial de la misma genera exclusión, marginalidad, pobreza extrema, hambre, desesperación y violencia. Sin embargo, es la que ha triunfado (...)

Es muy fácil decir que el mal y el bien están en el alma de los hombres, que somos mitad ángeles y mitad demonios y que de esta lucha surge la compleja urdimbre de la historia. Todo esto (…) es exiguo para inteligir el siglo XX. El siglo XX no es un siglo trágico, es un siglo demoníaco. Su historia no es la lucha entre el bien y el mal, es la del triunfo del mal. (Y hasta diría con mayor exactitud es la historia de la omnipresencia del mal). Y -por expresarlo también de este modo- su historia no es la lucha entre el Diablo y Dios, es la del triunfo del Diablo. Y la de la ausencia de Dios. No es casual que muchos teólogos pierdan la compostura cuando se les pregunta donde estaba Dios en Auschwitz. Porque si Dios tuvo algo que ver con el siglo XX y -pese a su presencia- Auschwitz ocurrió, uno no sabe que clase de Dios es ése; y los argumentos para exculparlo terminan siendo tan refinados que se transforman en el arte de justificar su no intervención, o su ineficacia y -en última instancia, siempre- su ausencia. Dios, en efecto, ha jugado a las escondidas con el siglo XX. Se ha escondido tanto que el siglo XX acabó por ser el siglo de su ausencia. Tanto que Satanás puede decir: “Me pertenece”.

(…) el siglo XX expresa (también) el fracaso de los hombres para vivir en justicia y libertad. Los fracasos suelen, coherentemente, conducir a la desesperanza. Pero la desesperanza no es la conclusión única y necesaria del fracaso. También pueden serlo la lucidez, el rigor. Debemos trabajar llevando siempre a primer plano las imperfecciones de los hombres, sus fracasos. Pero la conciencia de los límites no conduce a la inacción… también puede conducir a la lucha por superarlos… la historia de los hombres es la historia de la trascendencia de sus límites. Para bien o para mal. Hay que trascender el límite de la desesperanza porque la historia debe recobrar su rostro humano… lo que implica creer que el siglo XX no fue humano, sino inhumano… habría que lograr la conquista de un nuevo sentido para la historia: no un garantismo metafísico, no una utopía benévola y tranquilizadora, sino -simple y poderosamente- una causa que nos abra un horizonte.

Si algo caracteriza este momento histórico es la ausencia de esa causa: todas las causas han caído. Todas las razones han fracasado. En el comienzo de "Trainspotting", Ewan McGregor dice: “No hay razones. ¿Quién necesita razones si existe la heroína?”. Y, en el final, cuando se integra a esa sociedad que aborrece, burlonamente dice: “Voy a ser uno de ustedes. Voy a comprar electrodomésticos en cuotas. Trajes. CDs. Voy a tener un auto. Un empleo. Una esposa. Hijos.” Se engaña: ya las películas no pueden terminar con el protagonista que se integra a la sociedad burguesa y abandona la rebeldía. Ya no hay sociedad burguesa. Ni eso queda. Tal vez el bueno de Tony Blair le permita al héroe de "Trainspotting" alguna inclusión social. Pero esa es la excepción. Por el contrario, en los países en que el libremercado empuja a la exclusión -la inmensa mayoría- no es tan fácil transformarse en “uno de ustedes”. “Ellos” (los amos de la banca, de las grandes empresas supranacionales, de los medios de comunicación, de la timba para los hambrientos, los corruptos, los mafiosos y los narcotraficantes) no lo permiten… han acaparado todas las razones y han arrojado a los otros a los parajes de la sinrazón: la droga y la violencia desesperada, multidireccional, cruel, gratuita, demencial e inevitable.

Mueren aceleradamente los parámetros para encuadrar y comprender la historia. Los marcos referenciales para leer el diario (…) Por ejemplo… uno era comunista o era yanqui, era capitalista. Era un esquema totalizador. Se podía comprender el mundo desde ahí. Reinaba la doctrina de la seguridad nacional, del enemigo interno, de la infiltración… bien, ese relato de la historia estalló en mil pedazos… se acabó el encuadre tranquilizador de la guerra fría… obsérvese lo sencilla que era entonces la Historia. (ahora) Ya no hay bipolaridad nuclear. Hay multipolaridad nuclear. Los países periféricos, atrasados, barbáricos, tienen los juguetes de la destrucción absoluta y tienen también ganas de usarlos…

Si los grandes relatos han muerto, sus restos patéticamente palpitan en sus versiones caóticas o en sus versiones degradadas. El siglo XX culmina sin dejar nada en pie. O sólo su caricatura, su mueca. “Somos la mueca de lo que soñamos ser” decía Discépolo, ese realista trágico. ¿Sólo nos resta el desencanto?

En torno al desencanto (…) La realidad no sólo parece monstruosa, sino -muy especialmente- inmodificable. La tentación de entregarse a una brumosa y paralizante melancolía se encuentra a mano. Sobran las razones para justificar tal actitud existencial (del refugio melancólico y cómodo del desencanto) … recurriré a Descartes (para no favorecer esa visión). Descartes se lanza a la filosofía desde el, digamos, trampolín de la duda (para) pensarlo todo de nuevo. Nada está garantizado, nada está sacralizado. El pensamiento deberá conquistar su libertad, crear su nuevo y propio espacio, y para hacerlo no deberá aceptar ninguna verdad consagrada, ningún valor anterior a su fundante sustancialidad… pocos hombres han sido tan valientes en la historia humana (y, más aún, en la historia del pensamiento) como el inquieto filósofo que dijo aquello de “pienso, luego existo”. O también: “Sólo puedo no dudar de que dudo”. Lo dijo, Descartes, ante el enorme poder, ante la inmensa sacralidad del orden aristotélico-tomista. Tuvo el coraje de dudar de la entera teología medieval, de los férreos lineamientos aristotélicos. Había que empezar de nuevo. Había que dudar de todo.

Para justificar el ejercicio de la duda, Descartes introduce en sus razonamientos una figura de gran riqueza conceptual: el genio maligno (le malin génie). Dice: es necesario dudar de todo pues es posible que un genio maligno nos esté induciendo a equivocarnos sobre todas las cosas en general… es el dinamizador de la duda… es necesario tenerlo siempre presente, que ningún juicio deberemos dar por cierto ni a ninguna percepción obedecer… la duda es la expresión de nuestra libertad. No aceptar nada como consagrado, como incuestionable, como absoluto y cerrado, he aquí el gesto ejemplar del hombre de la modernidad, la condición fundante del pensamiento libre, del pensamiento crítico, del pensamiento de los intelectuales y los ciudadanos auténticos…

… aquí en la Argentina, las bases del, por decirlo así, progresismo -podría también decir: las bases de los hombres que desean cambiar las situaciones de extrema injusticia que exhibe el paisaje cotidiano de fin de siglo- están más tramadas por el desencanto que por la duda. ¿Cuál es la diferencia? La duda (tal como nos enseñó a interpretarla Descartes) es un estado de actividad, de inquietud, de búsqueda. El desencanto, no. El desencanto conduce al quietismo, a la inacción. No a elegir, sino a ser elegido. De aquí que el desencanto sea el estado espiritual del hombre de la sociedad posmoderna. Todo, se dice, está decidido, la sociedad es transparente pero inmodificable, el poder de los medios construye lo real y lo construye en la modalidad de lo inmodificable…

El hombre del desencanto ve pasar la historia, la ve a través de los massmedia, ve imágenes, imagen tras imagen, y en esa sucesión vertiginosa cree ver la realidad. Sabe, no obstante, o suele llegar a saber, que se trata de una realidad construida, de un universo caleidoscópico instaurado por el montaje nervioso de los tiempos…

Peligrosamente el desencanto se ha convertido en una postura existencial elegante y prestigiosa. El desencantado advierte que ya no creerá en nada y que, por consiguiente, nada logrará engañarlo. Ni convocarlo. Así el desencanto entrega al desencantado tanto la comodidad como la lucidez. La comodidad porque puede entregarse sin culpa al egoísmo. Y la lucidez porque el desencantado se proclama como más inteligente que el, digamos, encantado. Precisamente esa figura del encantado es la que el desencantado critica duramente. El encantado sería un ser acrítico, que se deja engañar por artilugios, por vidrios de colores, un ingenuo que aún se atreve a la inelegancia de creer en algo.

Propongo que dudemos de nuestro desencanto. Que nos preguntemos si no será la figura más terrible a la que nos ha conducido le malin genie, dispuesto siempre a enmarañarnos en el error, en la vanidad, en el solipsismo, en la privacidad, en la soledad orgullosa, en el individualismo estéril. (Porque hay un individualismo fértil, que no es el del desencanto. Es, por el contrario, el de la duda. La duda comienza por ser un gesto individual. Un quiebre, una ruptura entre el yo y el mundo de lo fáctico, por medio de la cual se constituye el yo. Un yo que sólo podrá constituirse acabadamente arrojándose al mundo).

Bastará con afirmar que el antagónico del desencantado no es el ingenuo y manipulable encantado, sino el sujeto crítico, el sujeto que nació con Descartes y que la creencia en algo no es una fe ciega y torpe, sino que es el acto libre del compromiso sometido a la severa vigilia dela duda metódica.

(...) Ocurre que no todo es fácil. Que existen cuestiones oscuras, decididamente difíciles. No hay maneras sencillas de abordarlas. Si decidimos hacerlo tendremos que acompañar esta decisión con nuestra laboriosidad. Siempre recuerdo una anécdota de Einstein. Alguien le pregunta si le puede explicar la teoría de la relatividad. Einstein dice sí, y se la explica. El otro dice: “No entiendo. ¿No me lo puede explicar de un modo más sencillo?”. Einstein dice si, y se la explica de un modo más sencillo. El otro dice no, no entiendo: “¿No hay un modo más sencillo?”. Einstein dice si y se la explica de un modo más sencillo y más sencillo y más sencillo hasta que el otro dice: “Ahora sí, ahora entiendo”. Einstein dice: “Me alegro, pero esa ya no es la teoría de la relatividad”.





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