martes, 1 de junio de 2021

Comandante Luis Piedrabuena

Nuestro país es ese lejano territorio donde nunca cambia nada, a pesar que a diario ocurren las noticias más descabelladas e increíbles. Si te ausentás una semana todo parece distinto pero si volvés a los años, lo único que cambiaron fueron los precios y los envases de alimentos, que contienen menos. Las injusticias siguen campeando y las soluciones escaseando. La lucha de la gente común es por mantenerse en pie un rato más. Si apenas podemos entender nuestra realidad política, es lógico que a pocos les interese develar los vericuetos de la historia argentina.

Por lo que uno ve y escucha en los medios y en el entorno, para referirse a lo histórico suelen repetirse frases hechas, hay mucho prejuicio y tendencia a encasillar a los personajes según marcos ideológicos y morales contemporáneos. Como si los usos y costumbres del siglo XVIII fueran los actuales. Si bien es cierto que existe una historia oficial basada en los triunfadores unitarios y la formación de la nación bajo las presidencias de Mitre, Roca, Sarmiento, Avellaneda y Pellegrini, surgieron después  corrientes académicas que -con mayor o menor seriedad- socavaron las viejas creencias. 

Así, Mariano Moreno fue para muchos un progresista adelantado a su tiempo y para otros simplemente un agente al servicio de los porteños poderosos y del imperio inglés. Urquiza tiene la estatua ecuestre más importante de Buenos Aires: tan grande como su dispensiosa progenie, su ambición y su traición. Alguno podría descalificar a nuestro máximo héroe José de San Martín la ayuda británica en su lucha emancipadora o su adhesión a la masonería. ¿Cómo debe considerarse a Bartolomé Mitre por recibir dinero de la banca brasileña para fundar su periódico y aliarse al imperio lusitano para destruir a la floreciente Paraguay? ¿Fue un asesino como su aliado Sarmiento, por pasar a deguello a caudillos de provincias díscolas? Artigas, antes de ser uruguayo o argentino, fue héroe y villano: murió exiliado y su monumento en el país oriental recién lo tuvo por 1940. Hasta el digno Alte. Brown tuvo sus contradicciones y se equivocó de bando. Tiene mejor prensa Hipólito Yrigoyen pero Torcuato de Alvear, tachado de oligarca, fue mejor presidente que su mentor. Actualmente, es políticamente correcto calificar la campaña del desierto como el exterminio de "poblaciones originarias", en realidad invasoras de Arauco-Chile dedicadas a exportar ganado robado a los criollos. Indios de modales un poco alterados que chantajeaban a los blancos para no maloquear, pasar a deguello cristianos ni raptar mujeres blancas. Algún fumado que se cree 'progre' llega a justificar en pleno siglo XXI ocupaciones ilegales y acciones violentas que de unos locos con vinchas cantando a la Pachamama en la Patagonia. 

Es difícil superar la confusión y más a nivel aficionado: cuando más profundizás nuestra historia consultando distintas fuentes, más compleja parece llegar a una comprensión equilibrada. En diversas entradas de este humilde blog he juntado información -curiosa, llamativa y también contradictoria- sobre varios personajes históricos, intentando capear esos embrollos.

Todo esto estalla por los aires y se torna patético cuando le preguntan a la gente cual es su prócer favorito. Casi invariablemente los políticos aluden a San Martín, Belgrano y Sarmiento, en algunos casos a Juan Domingo Perón. No hay muchas variantes en las respuestas. ¿Ha exhibido alguno estaturas de estadista reuniendo virtudes morales irreprochables? ¿Es lógico reclamar tanto a seres de carne y hueso?

Eso me hizo reflexionar estas líneas. En la Argentina los héroes de verdad y sin contradicciones de peso parecen contarse con los dedos de una mano, como pasaría  ante una encuesta con los políticos actuales. Me animo a recordar dos nombres más. No fueron gobernantes, relevantes políticamente ni militares de luchas civiles. Son personajes que se jugaron el pellejo para forjar la Nación con viento en contra, bajo la indiferencia del poder. A ellos le debemos -en gran parte- que la Patagonia sea parte de nuestro país: el Comandante Luis Piedra Buena y el perito Francisco Pascasio Moreno. ¿Quién los juna? ¿Quién los recuerda? Muy pocos. 

El Comandante Piedrabuena (1833-1883) fue un bonaerense maragato (*) emprendedor y marino patriota. Hizo respetar nuestra soberanía cuando ni nos llamábamos Argentina, con nuestros políticos más interesados en la guerra civil con las provincias. Mientras los nuestros solo pisaban hasta Viedma, los chilenos ya ocupaban Punta Arenas, bien bien al sur. Piedrabuena fue la primera presencia argentina en la Antártida y fue rescatista de náufragos en las heladas aguas sureñas, donde el resto se dedicaba a piratear. Aunque los reconocimientos le llegaron en vida, muchos contemporáneos solo lo conocen por el nombre de alguna calle. Las lecturas que siguen, ofrecen muchos más detalles de su heroica personalidad.  Horanosaurus.

(*) se llama "maragatos" a la gente de Carmen de Patagones, Pcia. de Buenos Aires, por la relación con primeros pobladores enviados para colonizar el lugar, que  provenían de León, España. Las viviendas que consiguieron de las autoridades las borró una inundación del río Negro y debieron vivir un tiempo en cuevas improvisadas en las barrancas. No había caminos a Buenos Aires: la única comunicación era marítima. Sus vecinos habituales eran los indios pampa. Todavía había espacio para todos.  

Piedrabuena, el campeador de borrascas

Agenda de Reflexión Nº 492. 22/12/2008. Por José Luis Muñoz Azpiri (h)
Historiador, escritor y diplomático.

“Sólo tú comprendías el idioma salvaje
De las aguas rabiosas y de la tempestad;
El océano vencido te entregaba sus presas,
La muerte era tu juego de niño, capitán” (*)

Ígneo, glacial, según las circunstancias, su estampa legendaria se nos presenta más como la de los navegantes del Descubrimiento, los personajes de las letras de Conrad, Salgari y London, o el protagonista de una saga escandinava, que el bizarro marino que protegió durante décadas nuestra presencia en las latitudes australes. Había nacido el año del despojo de Malvinas, tal vez por ello los hados fatídicos del destino lo marcaron para siempre. De no ser por él, hubiéramos perdido también la Tierra del Fuego y el territorio al sur del río Santa Cruz.

Nunca será generosa la elevación de su alma. Criollo, hijo de criollos, vio la luz en Carmen de Patagones el 24 de agosto de 1833, ciudad cuyos fundadores tuvieron “honra de hijosdalgos y personas de noble linaje y solar conocidos” y que seis años más tarde protagonizaría uno de los episodios más gloriosos de la guerra con el Imperio de Brasil (NdeH: combate del cerro de la Caballada).

Fue en las costas del río Negro, verdadero limes del hombre blanco en las soledades patagónicas, donde se despertó su vocación marinera. A los 9 años se embarcó para Buenos Aires, donde bajo la tutela de James Harris completó sus estudios primarios. Este veterano marino, también conocido como “el cojo Harris” había surcado los mares junto a Bouchard en el legendario crucero “La Argentina“, aquel que había logrado el reconocimiento de nuestra independencia en el archipiélago de Hawai e izado nuestro pavés en las costas de la actual Norteamérica. Los comienzos de Piedrabuena no podían ser más provisorios.

En 1847, terminados sus estudios, se embarcó en el pailebote “John E. Davison”, al mando del entonces reputado “Cónsul Smiley” quién se convirtió además en su guía y maestro. De esos días, recordaría posteriormente Luis Piedrabuena, que al zarpar Smiley lo llamó al alcázar y señalándole la escandalosa del mayor, le dijo: “en adelante, nadie más que tú aferrará y largará esa vela. Vete a largarla”. Después de recalar en las Malvinas, este lobo de quince años, pasó los próximos doce meses en los mares antárticos, encalleciendo sus manos con el ejercicio del arpón.

Es en una de estas travesías de caza de ballenas que un temporal los obligó a recalar en la Isla de los Estados. Al fondear el capitán Smiley advirtió los restos de un naufragio reciente y cercano, por lo cual ordenó alistar la ballenera que comandaba Piedrabuena para partir en auxilio de posibles supervivientes. Éste, desafiando los recios aquilones, condujo su lancha hasta los escollos y arrancó de la muerte a un grupo de náufragos de un buque alemán, que en la mañana el oleaje había destrozado contra las  rocas. Si bien con los años no recordaría el nombre del barco, se convierte ésta, en la primera de una larga y generosa historia de actos similares.

Fue en este viaje también cuando Piedrabuena presenció, al desembarcar en Puerto Español, Bahía Aguirre, la desgracia de la misión Allan Gardener, cuyos  componentes sucumbieron ante el clima y el hambre. Dice el capitán en su diario: “Al día siguiente del triste hallazgo, cumpliendo con un deber humanitario tan sagrado para los que arrostramos nuestra vida sobre las olas, dimos sepultura a todos ellos tributándoles como auxilio religioso plegarias que salían de nuestros labios, tan mudas como nuestras lágrimas. Los marinos se lloran porque ellos en la desgracia son siempre hermanos”.

Pocos años después, como continuación de la iniciativa de Gardener llegarían nuevamente misioneros a la Tierra del Fuego. Esta vez Thomas Bridges y su esposa se convertirían pioneros de Ushuaia y fundadores de Puerto Harberton.

En 1850, con apenas diecisiete años ascendió a primer oficial, empeñándose en la caza de focas y huevos marinos. La exploración en busca de loberías condujo la nave por las islas del sur del continente, los estrechos y los canales fueguinos hasta llegar a la cercanía de la Tierra de San Martín o península antártica. En un reconocimiento ordenado por el comandante del buque, la ballenera de Piedrabuena quedó encerrada entre montañas de hielo y sus tripulantes debieron permanecer ¡un mes! sobre el hielo, alimentándose de carne de foca y aves marinas. Tan solo hombres de una excepcional fortaleza física y moral pueden padecer semejantes penalidades. Fue, tal vez, el primer argentino del que se tenga noticias, que desembarcó en las costas del continente blanco.

En 1854, ya para entonces piloto, fue designado capitán del buque “San Martín”, con el que zarpó para Nueva York. Previamente, en sus derroteros por las costas fueguinas, se había relacionado con los caciques aborígenes a quien le regalaba - entre otras cosas- banderitas de lona que él mismo confeccionara, a fin de que se relacionaran con los colores de nuestra nacionalidad. En los Estados Unidos completó sus estudios de náutica, idiomas (hasta fue competente en lenguas aborígenes) y  mecánica, en la cual llegó a ser un verdadero artífice. Siempre con Smiley, en 1856 se embarcó como primer oficial en la goleta “Merriman”, y navegó por el Golfo de México, el Caribe, Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo y Haití.

En 1858, embarcado en el “Nancy”, vuelve al Atlántico Sur y una vez más, también en la Isla de los Estados, debe participar en un salvataje. Son 24 los náufragos a quienes desembarca en las costas del continente, donde hay buques cargando guano; para ello se ve obligado a perder sus cardúmenes. Poco después, al mando de la goleta “Manuelita” debe salvar en Punta Ninfas a la tripulación de la ballenera norteamericana “Dolphin”. Durante esa maniobra, el bote que él había enviado, se estrella contra las rocas. Viendo Piedrabuena en peligro a su propia tripulación, deja la caña del timón a su cocinero y se embarca con los únicos dos marineros que le quedan a bordo de otro bote. Realiza así un salvataje por partida doble.

¿Rescates? Algunos otros: El año 73 salva seis náufragos del “Eagle”, pailebote inglés, en la Isla de los Estados. El año 74 salva 21 náufragos de la “Pactolus“, goleta alemana en False Bay, Tierra del Fuego. El año 77 recogió a 21 hombres y una mujer sobrevivientes del “Anne Richmond”, barca inglesa de carbón, que se había incendiado en alta mar. El año 73, siempre bajo bandera argentina, ya había rescatado 20 tripulantes de la “Cuba“, barca noruega, al sur de Santa Cruz. Jamás aceptó retribución alguna por sus servicios, pues lo consideraba un deber sagrado. Dice Ricardo Rojas: “Vivió como un pirata, pero en función de caridad”.

Era Sísifo encarnado. Una y otra vez se lo solicitó para rescates imposibles, lo cual significaba en abandono de sus tareas económicas, con el consiguiente perjuicio personal. Pero no trepidaba en hacerlo. No pedía cera para sus oídos, ni que lo ataran al mástil, simplemente se echaba al piélago para escuchar a las sirenas. Era la tierra firme lo que verdaderamente lo mareaba, necesitaba el abismo oceánico, vivir peligrosamente.

Sus proezas fueron reconocidas por las principales naciones del mundo. Entre ellas, el Imperio Alemán, que le envió una hermosa nota, acompañada por un magnífico catalejo, cuyo estuche llevaba grabada la siguiente inscripción: “Nos, Guillermo, por la gracia de Dios, Emperador de Alemania y rey de Prusia, concedemos esta caja como recuerdo de gratitud al capitán Luis Piedrabuena, del buque argentino “Luisito”, por los servicios prestados en el salvamento de la tripulación del buque alemán “Dr. Anson”, naufragado en octubre de 1874″.

Ya durante el desarrollo de estas hazañas de la “Providencia de náufragos”, había fundado su establecimiento en la isla Pavón y adquirido la propiedad del “Nancy”, al que procedió a armarlo para defenderlo de los raqueadores: “Singular actividad que antaño se dio con frecuencia en los mares patagónicos y fueguinos y que entregó importantes beneficios a quienes la practicaron, tanto que se hicieron fortunas no pequeñas comerciando con estos despojos (marítimos). La importancia que se daba entre los habitantes de Punta Arenas a los siniestros marítimos era tal que, según lo atestigua el agudo periodista viajero norteamericano John Spears, acostumbraban dar gracias a Dios por un buen naufragio" (1)

“Raqueador” es una palabra derivada de “raque”, corrupción a su vez de la voz “wreck”, que significa naufragio. Despojar los restos de los bajeles y a sus desdichados tripulantes fue una actividad sumamente rentable para los kelpers“Los intrusos habitantes de las islas Malvinas, que operaban frecuentemente en la isla de los Estados, para cazar y obtener madera (en operaciones de robo y depredación no penadas por falta de policía y medios) se dedicaban como operación marginal a asaltar a los náufragos de sus  costas y lo hacían de dos formas: o bien robando y hasta asesinando a los infelices hallados en tales condiciones o “rescatándolos” y obligándolos al pago de cuantiosas sumas por tales salvamentos. Cuestión de idiosincrasia y de cuna, tan disímiles a la de nuestro Piedrabuena.

Ya en la Inglaterra inmemorial han sido frecuentes los falsos faros o luces en sus costas, para guiar a zonas de desastre a los buques en navegación, hacerlos naufragar y robar sus cargas y efectos. La lengua de Shakespeare tiene la palabra “wrecker” que el Diccionario de Oxford (edición 1960, p.1499)  define como: “One who or that wich, wrecks, esp. a person who tries to cause shipwrecks by showing, false lights on the shore in order to steal goods, etc. from the wreckage” (alguien que, especialmente en los naufragios, o las personas que ponen falsas luces en las costas para producirlos, para robar las mercancías o efectos. etc. de esos naufragios) Mas claro, el agua.

Contra esos ya beneméritos “kelpers” luchó Piedrabuena, su antítesis en materia de salvamento y de “wreckage”, en este año de 1860, en la playa de la isla de Año Nuevo y con su artillado “Nancy”. Salvó así y entonces a los náufragos de la barca alemana “Thaler” del peligro del mar y de los “falklanders”.

Durante este año, la “Nancy” realizó operaciones de caza y pesca en aguas fueguinas y estuvo frecuentemente recorriendo el Le Maire, los Estados y sus adyacencias” (2)

Luego del robo de las Islas Malvinas el 3 de enero de 1833 y particularmente al efectuarse el asiento de la colonia británica a partir de 1838, cuando asume Robert Lowcay el gobierno local británico en Puerto Luis, las visitas británicas desde Malvinas a los Estados se multiplican. Estas expediciones - furtivas y depredadoras- tenían el doble objeto de la caza de lobos y talado de madera, para las construcciones malvinenses.

Durante los años 1862 y 1863, siempre en tarea de caza, establece una cabaña en Puerto Cook, Isla de los Estados, recorriendo y reconociendo, como una brújula ígnea, el archipiélago de las Wollaston, Isla Hermite, el verdadero y falso Cabo de Hornos. Fue entonces cuando desembarcó en la Isla del Cabo de Hornos y calcinado por el fervor patriótico grabó el famoso mensaje: “Aquí termina el dominio de la República Argentina. En la isla de los Estados (Puerto Cook) se socorre a los náufragos. Nancy 1863. Cap. Luis Piedrabuena”.

Así se convierte Piedrabuena, en el primer navegante que puso pie en ese hito náutico. Deja además en el lugar una bandera argentina fabricada en una plancha de cobre pintada con los colores de la bandera nacional y un asta de hierro.

En 1868, el diputado José Mármol, alegando razones de seguridad territorial para evitar que se anticiparan otros países, pide el tratamiento sobre tablas del otorgamiento a Piedrabuena de la propiedad de la Isla de los Estados. Ya Chile se había establecido en el Estrecho de Magallanes en 1843 y corbetas francesas merodeaban sus riberas con idéntica intención. Piedrabuena quiso salvarlo para nosotros y con ese objeto se estableció por su cuenta en 1869 en la bahía de San Gregorio. Pero fue desalojado por las fuerzas chilenas ante la falta de respaldo de nuestro gobierno. Entonces dijo con amargura: “Si yo tuviera del gobierno instrucciones escritas en vez de verbales y si por este motivo no tuviera incidentes que pudieran sobrevenir, que tal vez me costaran reproches, no sería yo, ni mis patagones, los que abandonaríamos Bahía San Gregorio sin lograr  nuestro intento. Como argentino me es muy bochornoso tener que observar impasiblemente los avances de los chilenos en este pedazo de suelo de mi patria”.

El solitario hijo del mar predicaba en el desierto. Su desilusión provenía de las promesas de Mitre, quién apoyaba el proyecto y  que le había otorgado los despachos de capitán honorario de la Armada Nacional, pero al asumir Sarmiento se opuso al envío de fuerzas. “Dijo que no teníamos marina; que costaba mucho mantener un buque de guerra; que estábamos muy pobres; que ese territorio estaba desierto; que debíamos concertarnos y que más bien ese territorio le pertenecía a los chilenos, por ser el paso de Pacífico; que si se poblaba la guardia proyectada, habían de vivir como perros y gatos con los chilenos; que no había gente para darme. No me dijo que fuera o que me quedara; pero que procediera con prudencia con las autoridades chilenas”. ¡Que buen vasallo, si tuviera buen señor! Paradójicamente, años más tarde, el sanjuanino fundaría la Escuela Naval Militar. Si su actitud se debió a la carencia de unidades de mar o a favores recibidos durante su exilio en Chile, nunca lo sabremos. Pero lo cierto es que sus palabras, tuvieron para Piedrabuena el sabor de la ceniza.

A estos desplantes se sumaban las penalidades económicas. Un día de 1866 compró en Punta Arenas un pequeño bergantín llamado “Carlitos”. Con él realizó un viaje a las Malvinas; lo cargó con carbón de piedra y lo fletó a Montevideo para su venta. Pero el “Carlitos” trajinado por los golpes de mar, llegó a destino con serias averías. Y en aquel puerto se perdió, sin que pudiera salvarse el cargamento. Para comprar el bergantín había tenido que reunir, a costa de grandes sacrificios, cuanto centavo tenía por ahí disperso. ¡Y ahora, todo se le venía a pique!

“Y como si ésta fuera pequeña desgracia, estando él en las Malvinas compró a los agentes de una compañía de seguros un buque hundido llamado “Coquimbana”, cargado de láminas de cobre. Creía obtener un buen beneficio con la venta del metal. Invirtió seis meses e ingentes sumas de dinero en jornales y aparatos para reflotar la carga. Pero cuando había logrado poner a salvo el cargamento, he aquí que un buque de guerra de la marina británica, valiéndose de la fuerza, le intima la entrega del cobre que don Luis legalmente le había comprado…” (3)  Otro acto de justicia británica… y kelper.

En consecuencia, a bordo del “Espora” (así había rebautizado al “Nancy”) decidió artillar su factoría de la isla Pavón para defenderse de cualquier agresión y protagonizar una de nuestras grandes hazañas náuticas. En 1873, decidido a fundar una factoría en la isla de los Estados, el “Espora” es sorprendido por un tremendo temporal y despedazado contra los escollos (tal vez para confirmar la creencia de que rebautizar a los barcos trae mala suerte) (4)

A salvo, y una vez en tierra, comienzan a construir con los restos, un pequeño velero bajo las inclemencias de los temporales y de uno de los climas más hostiles del planeta. Pese a ello, sus conocimientos marítimos y su inquebrantable voluntad le permiten concluir esta titánica tarea y a los 72 días del naufragio, lanzan al agua una reducida embarcación (el desplazamiento era de tan solo 13 toneladas y la eslora de 11 metros). El cutter se llamó “Luisito”, en memoria de su primer hijo que falleció siendo un niño. Así lograron llegar a Punta Arenas. “Lo que hemos sufrido, solo Dios y yo lo sabemos” dijo más tarde.

Carente de recursos, el capitán Luis se vio obligado a continuar sus navegaciones a bordo de su improvisado velero, con el cual se dirigió  a la isla de los Estados para instalar una fábrica de aceite de pingüino. En unos peñascos inaccesibles divisó entonces a seis náufragos ingleses a punto de morir, sobrevivientes del naufragio del bergantín inglés “Eagle“. Piedrabuena los rescató y los trasladó a Punta Arenas. Durante su vida, el marino argentino salvaría en sus viajes a 144 náufragos.

Su principal biografía, escrita por el sacerdote-historiador salesiano Raúl Entraigas, más que la crónica de la vida de un hombre parece la narración mítica de algún héroe homérico. Sin embargo, tras el relato de alguna hazaña, está en la página siguiente la constancia documental.

Por aquellos años, tomó mayor incremento la penetración chilena en el sur, merced al impulso del gobernador militar de Magallanes, Diego Dublé Almeida, quién competía con Piedrabuena en las respectivas influencias con las tribus indígenas. Mientras el gobernador trasandino contaba con todo el respaldo de su gobierno, para tratar de fijar jurisdicción en la margen sur del río Santa Cruz, el capitán argentino se veía reducido a sus propios recursos, debido a las continuas luchas internas del gobierno nacional.

Aún así, carente de medios, Piedrabuena envió importantísimos informes a nuestro país en el momento en que la Nación del Plata y la República de la estrella solitaria estuvieron al borde de la guerra. Las palabras de nuestro plenipotenciario en Santiago son concluyentes:

“Su informe -escribe el ministro argentino en Chile, Félix Frías - ha venido a prestarme un gran servicio… Hombres patriotas puros como Ud. tarde o temprano tienen su recompensa, lo que yo le ofrezco es mi amistad y a mi vez quisiera tener el orgullo de disfrutar la suya. Pronto regresaré a mi patria. Una vez allí, no tomará Ud. a mal que yo revele al gobierno sus excelentes cualidades, y toda vez que sea oportuno será para mí una satisfacción ayudar a conocer en mi patria a uno de sus dignos hijos”.

Fue la culminación de una serie de desinteligencias que el gobernador de Punta Arenas, hábil tejedor de intrigas, había promovido.  

De buena fe, intrigado sobre la personalidad y actividades del argonauta austral, Frías había pedido informes a Oscar Viel, quién no dudó en presentarlo como un inescrupuloso traficante, ávido de rápido enriquecimiento, raqueador, dipsómano, frecuentador de tolderías, falsificador de permisos de pesca, explotador de indios, etc. Todo esto se dijo y se repitió año tras año, y todo fue desmentido una y otra vez.

“No, no explotaba a los indios y, por el contrario, buscaba paliar las desgracias de la aculturación que padecían. Paupérrimo vigilante anglófono, cuidaba que los loberos contasen con permisos expedidos en Buenos Aires. Y los sobrevivientes de catástrofes, los extraviados en el páramo o en el fragor de las tribus, recibían la ayuda posible. Vista con ojos actuales, su situación era bastante absurda: Piedrabuena estaba avecindado en Punta Arenas y gozaba de buen concepto en esa población donde tenía sus bienes, consistentes en un almacén y una fábrica de aceite. Molestaba sobremanera su adhesión a la Argentina, sin perjuicio de que constantemente se le pidiese colaboración. A su turno, Buenos Aires lo consideraba no más que un agente, alguien útil a falta de otro mejor y más formal” (5)

Afortunadamente, tanto el ministro Carlos Tejedor, como Manuel Eguía y otras personalidades que conocían la labor de Piedrabuena, fueron disipando las dudas de Félix Frías que se trocaron en franca admiración. El ilustre patricio y el recio marino mantuvieron varias reuniones en Buenos Aires, las cuales fueron de trascendental importancia para los pactos firmados posteriormente al llamado “Abrazo del Estrecho”.

Estando aún en Punta Arenas, donde don Luis poseía un pequeño almacén de artículos navales, y pese al encono que le profesaba el gobernador Viel, éste no tuvo más remedio que solicitarle una misión que pone de relieve la pericia profesional y la generosidad de alma de Piedrabuena. En 1872 fueron asesinados el capitán y la tripulación del bergantín inglés “Tresponts”. Con el fin de capturar a los victimarios, el gobernador trasandino puso a disposición del marino argentino el pailebote chileno “Reppling Wave” y éste, en medio de la noche del Estrecho de Magallanes, encontró los restos de los malogrados navegantes. Tras la sepultura de los cadáveres, un temporal hizo varar la nave y, con sólo un par de botes logró llegar a Punta Arenas. Luego de obtener equipo y bastimento, regresó a la “Reppling Wave“, a la cuál liberó de su situación llevándola a buen puerto. Esta odisea duró más de dos meses y medio, por la cual se negó a ser recompensado. Piedrabuena gozaba de la aventura pues no había ninguna aventura que lo saciara.

En 1875 se inicia la última etapa de la vida extraordinaria de este marino excepcional. Debió vender el “Luisito” para sufragar los gastos de su servicio al país, pero llegado a Buenos Aires las autoridades resuelven enviarlo nuevamente al sur y le entregan la goleta “Santa Cruz”, en la que viajan jóvenes oficiales de la  Armada y el memorable Francisco P. Moreno. Años más tarde, el 17 de abril de 1878, el presidente Avellaneda firma el despacho de Teniente Coronel de Marina en ejercicio para Piedrabuena. Acertada y oportuna decisión, dado que a los pocos meses se produjo en la Patagonia la penetración naval chilena que colocó al país al borde de la guerra.

Avellaneda, en uno de esos gestos quijotescos que algunas veces hemos tenido en nuestra historia, resuelve enviar la escuadra fluvial del Comodoro Py al sacrificio. Barquitos de río contra una potencia naval. Es que aún resonaban los ecos de la Patria Vieja: “Es preferible irse a pique a rendir el pabellón” había ordenado el almirante Brown. En esta expedición, que afirmó definitivamente nuestra soberanía al sur del río Santa Cruz, participó Piedrabuena como capitán de la nave “Cabo de Hornos”. Así, en este acontecimiento histórico estuvo presente el hombre que, más que ningún otro, fue la atalaya de soberanía en las soledades patagónicas.

En mérito a sus servicios, fue designado director de la escuela de marineros a bordo de la nave mencionada. ¡La marina sabía a quién entregaba a sus cadetes! Al mando de los mismos, condujo a la famosa expedición de Giacomo Bove, auspiciada por el Instituto Geográfico Argentino; en la cual, lamentablemente, el controvertido oficial italiano se dedicó a poner topónimos itálicos a diestra y siniestra, incluso donde ya existían desde antaño. Y esto no le gustó nada al propietario de la Isla de los Estados, al ver, de la noche a la mañana, a su peñón austral transvertido en una ínsula mediterránea. No era la primera vez que Piedrabuena colaboraba con expediciones científicas, ya lo había hecho en 1867 con la de Gardener, que buscando las nacientes del río Santa Cruz llegó a lo que se supone era el comienzo del ventisquero Moreno.

A su regreso a Buenos Aires, el presidente Roca premió sus servicios otorgándole el grado efectivo en la Marina y el Centro Naval lo distinguió como socio honorario. Pero el reconocimiento llegaba tarde para el “Petrel de las Tormentas”, las penalidades, ingratitudes e inclemencias climáticas ya habían minado su organismo.

Sus ojos se sellaron en tierra, no como él hubiera deseado, timoneando un gallardo bajel. “Marineros ¿Por qué le dais a la tierra lo que no le pertenece y se lo roban al mar? Si murió como el mejor capitán; y su alma, viento, espuma y cabrilleo; está allá arriba, en el puente, deshojando la rosa de navegar?” Hubiera clamado el vate. Toda la tripulación del “Cabo de Hornos” acompañó su cadáver de yodo y de sal.

“Oh, capitán, mi capitán, nuestro terrible viaje ha terminado” - escribió el poeta norteamericano Walt Whitman en el aniversario de la muerte de Lincoln. - ¿Ha terminado mi capitán?… nos preguntamos, cuando asistimos, impotentes, a la depredación de los recursos de nuestra pampa sumergida y a la provocación europea de considerar nuestro archipiélago irredento como “territorio comunitario de ultramar”.

El 10 de agosto de 1883 inició su travesía el Capitán de las Tormentas. Apenas tenía 50 años.

(*) Blomberg, Héctor Pedro. “Piedrabuena en los Mares del Sur”. En: Cantos Navales Argentinos. Departamento de Estudio Históricos Navales. P.91. Buenos Aires. 1968

(1) Martinic Beros, Mateo “Crónica de las tierras del Sur del Canal de Beagle” Ed. Francisco de Aguirre. Buenos Aires.1973

(2) Arguindeguy, Pablo E. “Piedrabuena y la Isla de los Estados” En: “A Piedrabuena en el Centenario de su muerte 1883-1983″  Talleres Gráficos Malvinas Argentinas. Buenos Aires. 1983

(3) Entraigas, Raúl “Piedrabuena, caballero del mar” Secretaría de Estado de Marina. Departamento de Estudios Históricos Navales. Buenos Aires.1966

(4) Los restos de la goleta “Espora” fueron descubiertos en Bahía Franklin en febrero de 1999 por un equipo interdisciplinario coordinado por Carlos Vairo, director del Museo Marítimo de Ushuaia. Lamentablemente el hallazgo dio lugar a una controversia entre el mencionado Vairo y el escritor Adrián Giménez Hutton (presidente del Explorer Club en la Argentina) referente a la paternidad del mismo

(5) Sánchez Zinny, Fernando “El enigma del Comandante Piedra Buena”. La Nación. Opinión. 05/09/2000. 


Catedral de Carmen de Patagones. Tumba del Cmte. Piedra Buena. 

El enigma del comandante Piedra Buena

Por Fernando Sánchez Zinny para La Nación. 05/09/2000

Luis Piedra Buena era un criollo de Carmen de Patagones, o sea, un “maragato”, aunque en su tiempo era más frecuente utilizar el hoy inusual gentilicio de “patagonés”. Nació en 1833, época en que el paraje constituía una remota colonia porteña a la que se llegaba por vía marítima. Enclavada en país hostil, a ratos era lugar de destierro y a ratos dominio de aventureros. 

A unas leguas, río Negro arriba, se alzaban tolderías. En buena medida, la población vivía del trato con el aborigen o en función de éste, desde el proveedor que cambiaba yerba y aguardiente por plumas de ñandú hasta el misionero que procuraba evangelizar. Los barcos se reunían en el cercano fondeadero de San Blas y a veces remontaban el río y echaban anclas frente mismo al caserío.

Pocos iban por el reducido intercambio que la colonia generaba; casi todos eran balleneros y loberos provenientes de los mares del norte que hacían escala en su trayecto hacia la región antártica, o si no, buques de la carrera del Pacífico. Un niño atisbaba las arboladuras desde la barranca y se acercaba luego a escuchar la conversación de los marineros. A los nueve años, Luis ya no entraba en su pago y sus padres lo dieron en tutela a un capitán norteamericano que lo llevó a su país.

Estudió allá, allá se hizo marino y en buques tripulados casi exclusivamente por sajones navegó hasta pasados los veinticinco años. En ese lapso volvió algunas veces a Patagones y conoció de pasada Buenos Aires. Entretanto, fue ballenero, lobero, oficial subalterno en el Golfo de México y en las Antillas, náufrago y salvador de náufragos, comerciante y explorador. Frecuentó las Malvinas, la Isla de los Estados, los canales fueguinos y hasta la Tierra de Graham, donde su nave se vio atrapada durante un mes por los hielos (1).

En 1859, juvenil capitán de la goleta Nancy, llegó a la ría del Santa Cruz y contra la corriente subió cinco leguas hasta una pequeña isla que más tarde denominó Pavón. Erigió allí tres casuchas con el designio de dedicarse al mercadeo con los indios, tal como lo había visto en su infancia maragata. Armó un mástil e izó la bandera argentina.

Una opción concluyente. Nada más natural: era argentino y buscaba el amparo del pabellón al que tenía derecho. Pero decir esta obviedad es eludir la sustancia: Piedra Buena estaba haciendo, en aquel momento, una opción concluyente a la que en adelante serviría con abnegación ejemplar, a despecho de ser escasamente comprensible para muchos. A partir de ella, su figura hazañosa evade la mera crónica naval y entra en la historia de la mano del patriotismo que no requiere explicación.

No obstante, el enigma ronda. Para empezar, el lugar era y no era argentino, según fuesen los documentos y las reclamaciones a que se atendiese. Chile estaba en Punta Arenas, y la Argentina, algo más lejos, en Carmen de Patagones. Pero, de nuestro lado, para todo había que recurrir a Buenos Aires, donde muy poca atención se prestaba a cuanto no tuviese que ver con las enconadas luchas en que entonces vivíamos.

En rigor, se pensó que la elección de Piedra Buena había sido un simple ardid para quedar ajeno a cualquier control gubernamental, seguramente con intenciones non sanctas. Acaso -decían- quería explotar a los indios, o vender permisos fraguados de caza de lobos, o abordar los barcos que los temporales arrojaban sobre la costa. Todo esto se dijo y se repitió por años, y todo fue siendo desmentido una y otra vez por los hechos, con machacona insistencia.

El recordado historiador Raúl Entraigas, sacerdote salesiano y medio paisano de Piedra Buena, narra la vida de éste en un libro de sugerente y extraña lectura (2). Por ahí, de pronto, parece una hagiografía, sólo que en la página siguiente está la constancia documental. No, no explotaba a los indios y, por el contrario, buscaba paliar las desgracias de la aculturación que padecían. Paupérrimo vigilante anglófono, cuidaba que los loberos contasen con permisos expedidos en Buenos Aires. Y los sobrevivientes de catástrofes, los extraviados en el páramo o en el fragor de las tribus, recibían la ayuda posible.

Vista con ojos actuales, su situación era bastante absurda: Piedra Buena estaba avecindado en Punta Arenas y gozaba de buen concepto en esa población donde tenía sus bienes, consistentes en un almacén y una fábrica de aceite. Molestaba sobremanera su adhesión a la Argentina, sin perjuicio de que constantemente se le pidiese colaboración. A su turno, Buenos Aires lo consideraba no más que un agente, alguien útil a falta de otro mejor y más formal. En 1868 sus servicios son recompensados -en gesto que equivalía a un desplante- con la entrega en propiedad de la Isla de los Estados, que no era reconocida como argentina por Chile. Piedra Buena cazaba allí lobos marinos y pájaros niño (3) que procesaba en Punta Arenas, sin que nunca la autoridad trasandina le hiciera cuestión. Si su presencia sobre el río Santa Cruz fijó allí el límite norte de las reclamaciones chilenas, su asumida condición de propietario trajo la primera tácita aceptación del principio general de que las costas atlánticas corresponden a nuestro país.

Hasta el Cabo de Hornos. Durante diecinueve años -hasta que en 1878 llegó a Santa Cruz la llamada escuadra de Sarmiento-, la Argentina austral fue Piedra Buena, y únicamente él. Su noción de lo que debía hacer era clarísima, y es evidente que no provenía de indicación gubernamental alguna. Para él eran argentinas toda la extensión entre el litoral y los Andes, y la mitad del Estrecho de Magallanes y de Tierra del Fuego hasta el Cabo de Hornos. Sin instrucciones precisas, sin intemperancias, sin fuerzas para sustentarlas, sin conocer los designios de los negociadores, lo hizo todo y lo hizo bien.

Cuando el ilustre Félix Frías arribó a Santiago de Chile como enviado de nuestro gobierno, lo creía un pirata, un inescrupuloso, un espía chileno, un tendero desesperado por juntar dinero, un patán frecuentador de tolderías... Entretanto, Piedra Buena, que ni sabía de esas injurias, hilaba fino, y un día conseguía la amistad de una tribu, otro levantaba una cartografía que indicaba que por ahí navegábamos, o enviaba gente a hacer recorridas y mejorar el mapa.

Murió a los cincuenta años, en pleno trance de reconocimientos y menciones, con un despacho de teniente coronel honorario de Marina y muy escasos bienes, lo que demuestra lo fantasioso de tantas imputaciones. Queda de él profusión de datos, de historias verdaderas y comprobadas, de anécdotas edificantes, y también una sombra de misterio adherida a su silencio esencial, no ya de marino sino de marino mitológico.

Nunca explicó nada, sin duda porque no creyó necesario hacerlo. Sin mengua, pudo haber sido norteamericano; pudo, asimismo, haber sido chileno y nadie hubiera osado reprochárselo. Pero quiso ser argentino, y lo fue -casi a contrapelo de su vida- de un modo tan absoluto y sacrificado que parece cuento. 

(1) De tal manera, Piedra Buena fue el 1er. argentino que puso pie en la Antártida. 
(2) "Piedra Buena, caballero del mar", Bs. As, Edit. El Elefante Blanco, 2000. 
(3) Se llamaba así a los pingüinos. 

Artículo de Raine Golab (historiadora, investigadora y amante de la Patagonia)

Por Felipe Cárdenas (h) - Todo es Historia Nº 13 y homenaje del sitio Historia y Arqueología Marítima (Carlos Mey) "al mayor navegante de nuestras costas..." 

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