"(En la Argentina) la cuestión no es entre izquierdas y derechas, sino entre populismos y republicanos. El gran peligro es la autocracia. Hace falta una épica republicana. Y esta batalla cultural vale la pena". Jorge Fernández Díaz.
Para quien no sepa bien de que se trata este raro país del sur, manifestar en muchedumbre cantando consignas al ritmo de bombos es una costumbre que debe llevar unos 80 años. No puedo garantizarlo, tampoco reviste importancia, pero esa antiguedad coincidiría medianamente con el surgimiento del peronismo. Principios de los años cuarenta. Desde entonces, los reclamos de la gente marchando hacia sitios representativos del poder de decisión siempre son acompañados por un grupo de militantes que sin respiro agita bombos y redoblantes para poner ritmo y drama, metiendo presión.
Con el paso del tiempo, el bombo se institucionalizó y se difundió desde el peronismo y las lides sindicales afines a organizaciones de izquierda y de defensa de derechos civiles de distinto orden. Todos protestamos con el bombo: "los feos, los malos y los sucios" para "ganar la calle" y llamar la atención pública. Hasta para pedir la liberación de los delincuentes Amado Boudou, Milagro Sala o D'Elia o proteger a otros que nos roban. Cambalache.
Es verdad que manifestar en la calle es una de las pocas maneras que tiene el ciudadano común para reclamar por sus derechos en nuestras democracias imperfectas. No debe haber situación más insoportable para los burócratas que escuchar por la ventana de sus despachos ese batifondo durante horas. De tanto en tanto, la movida logra perforar la impermeabilidad de nuestros políticos, indiferentes a las necesidades de la gente y solo atentos a los juegos del poder y sus propios intereses.
Con mínimo razonamiento republicano se debe aceptar que el reclamo sin violencia tiene que ser respetado. Por deformación, impotencia o prepotencia, los cortes de la vía pública, los famosos piquetes, son un recurso que se agregó al menú. Junto a los escraches, son modos peliagudos y reñidos para llamar la atención sobre inequidades sin solución institucional. Porque invaden los derechos de otros.
Pero, cuando ya los bombistos son cuasi profesionales y se alquilan o se piden prestados (*), basta de cultura del aguante y de saltar como monos para que todo siga igual. Todo tiene un final, muchachos. Dejemos de ser buenudos. Apostemos a la inteligencia para ganarle a los poderosos. Pasamos 80 años tocando el bombo para terminar en esta sociedad sumida en la decadencia moral y económica, con 42% de pobres. Algo ha fallado y no solo la clase política. ¿Vale la pena seguir intentando lo mismo?
Entonces, qué? El peronismo fue una formidable palanca que permitió el ascenso social y la incorporación de millones de argentinos a la vida económica y al bienestar. Un salto cualitativo que otros países sudamericanos debieron esperar durante décadas. Aunque Ud. no lo crea, también existió una ideología peronista que escribió miles de páginas. Un socialcristianismo tercermundista. Dejemos para otra discusión sus modismos antirrepublicanos y observemos su actual realidad, que convirtió al país en una fábrica de pobres que vive de limosnas a cambio del voto que mantiene a su casta política.
En los 60 los jóvenes asaltábamos las calles para lograr la justicia social. Ahora, los chicos luchan por los derechos de las focas y por la incorporación de los transgénero en empleos públicos mientras en sus ratos libres intentan imponer el lenguaje "inclusivo".
La militancia es actualmente una trampa para domesticar voluntades y obtener favores. La gente honesta no tiene medios para evitar atropellos y canalizar una visión crítica y razonable. Solo se nos permite votar cada dos años una lista sábana, tapándonos la nariz y cruzando los dedos. Los cambios nos están vedados. Políticos pseudoperonistas cleptómanos, sindicalismo traidor, gobernadores feudales y prebendarios, mafias varias enquistadas y miles de abogados a sus servicios, impiden toda evolución social en la Argentina.
La única salida es caminar 'paso a paso' hacia la República, a la división estricta de los poderes y el respeto absoluto de la ley. Basta de "vamos por todo": ley para todos, dando el ejemplo de arriba hacia abajo. Con el destierro de los ladri-operadores oficiales que convencen a ciertos jueces con valijas de dólares nuestros que afanan de fondos reservados. Con el auxilio de los partidos políticos reconvertidos, que repongan los principios que alguna vez le dieron vida para que con democracia interna produzcan dirigentes que los respeten a rajatabla. Ahora solo sirven para llenar listas electorales a dedo e integrar la casta. El PJ tuvo de presidente a Scioli y ahora a Alberto Fernández, menos peronistas que el Almirante Rojas. Un melón que no terminó la secundaria no laburó jamás quiere ser presidente en su nombre. Los radicales todavía no echaron al monje negro Coti Nosiglia. Chistes de mal gusto de los que hay cientos. Pero si se impusieran seguir sus ideas fundacionales, los límites serían netos y constituirían un filtro beneficioso para la democracia, no aptos para mesiánicos. Aislar a los inmorales y vividores.
No sería suficiente. Vean el ejemplo de Estados Unidos: un republicanismo basado en la alternancia entre burócratas demócratas y republicanos sobre una sociedad rabiosamente materialista. Sin respeto por el prójimo y las leyes no hay evolución social. Es sintomático: las encuestas que eligen a los países más felices del mundo muestran a los nórdicos en punta: Finlandia, Islandia, Dinamarca, Noruega, luego Suecia, Alemania, Nueva Zelanda. Austeros y responsables. ¿Cuestión de educación? Por aquí todos exigimos educación para nuestros hijos pero nadie cambia su rumbo decadente.
La solución es un camino largo que requiere cambiar la cabeza, luchar a diario desde tu lugar, pensando en los que vienen, no en tu futuro económico a costa de los demás. Basta de ocultar la ignorancia con la manta de la viveza criolla. No te hagas el 'cancherito', el que tiene calle: estás jodiendo a tu vecino, a tu hermano. Cortar la corrupción de cuajo. La corrupción mata y distorsiona todo. Jueces con los pantalones puestos que piensen en sus hijos más que en sus cajas fuertes y arremetan contra las mafias. Marcándole todos la cancha a los políticos, castigando a los truchos. Construyendo espacios éticos. Lograr un gobierno de científicos, pero no como estos disfrazados de ahora.
Y mientras navegamos en ese limbo, la redención descansa como siempre en la solidaridad. Esos voluntarios anónimos que se movilizan día a día para acercar un plato de comida, abrigo y compañía a los desahuciados, proponiendo ideas para que salgan del pozo. Solo tapan agujeros, pero salvan y se salvan. Horanosaurus.
PD: en nuestro país llamamos irónicamente "progres con OSDE" a una molesta tribu argentina de centennials y millennials que, montados sobre un egocentrismo galopante, osa disparar lecciones de corrección política propugnando justicia social, pero defendiendo a los mismos burácratas corruptos que impiden conseguirla. Una etiqueta tan contradictoria como explícita: "progre" viene de progresista, "OSDE": una obra social exclusiva de gente de dinero. El brillante periodista John Carlin pinta de cuerpo entero en "Morir de pie" a una subespecie humana emparentada: los antisistema. Otros buenos para nada que -como los progres y nuestros kirchneristas- odian al capitalismo pero utilizan con mucho disfrute sus mejores servicios. Hay una serie de consejos mínimos de Carlin, que les daría un poco de dignidad a sus vidas. Un cachetazo a los hipócritas contemporáneos.
Después, un análisis de nuestra decadencia en el artículo "La Argentina, un desierto de ideas" de Andrés Hatum. El país que cambia como en una montaña rusa cada tres meses pero después de diez años sigue siendo el mismo. Eso si, hasta yo podría rebatir con éxito la excelencia que le asigna a la generación del 80. Lo cierto es que quedamos a mitad de camino por falta de estadistas, democracia y república.
Por último, link al reportaje al escritor y analista político Jorge Fernández Díaz con motivo de la presentación de su libro "Una historia Argentina en tiempo real" (Edit. Planeta), donde explica con cientos de luces mejores, los peligros de seguir abrazando populismos decadentes. La frase que encabeza esta entrada proviene de allí. Que lucidez, por favor!
Ilustración superior: Cerrato Elda-relevamientos para el sueño de la casita propia 1975.
(*) Uds. recordarán seguramente a "el bombo Tula", un increíble personaje que vivió de batir ese parche durante décadas, alquilándose para los actos de los políticos más insufribles del panorama vernáculo y cobijado por jerarcas sindicales varios. Le hacían reportajes y notas de color y hasta le dedicaron un libro.
"Van a acabarse para siempre la nostalgia, el recuerdo de un pasado sórdido, la lástima por nosotros mismos. No podemos pasarnos otros cuarenta años hablando de los cuarenta años. Tal y como vivimos estamos fracasando. Vamos a intentar algo nuevo y mejor. Vamos a cambiar la vida y vamos a empezar por nosotros". José (Sacristán) en su monólogo radial del film español "Solos en la madrugada".
07/03/21. Por John Carlin. Clarín-La Vanguardia. Ilustración: Oriol Malet.
Antes me meto un alfiler en el ojo que ver esta noche el evento mediático del año, la entrevista que les va a hacer la reina de Estados Unidos, Oprah Winfrey, a la duquesa y el duque de Sussex, popularmente conocidos como Meghan Markle y el príncipe Harry. Va a durar dos horas y, según se ha adelantado, confirmará que la bella y rica pareja se ha lanzado a la corriente política de moda en el mundo occidental, el movimiento antisistema.
Aunque no veré la entrevista, sé que como asiduo lector de la prensa no tendré más remedio que enterarme mañana de que él sigue en guerra con su abuela, la reina de Inglaterra; que los dos se niegan a arrodillarse ante el trono, a someterse al sistema monárquico del que han huido en búsqueda, como declararon en su momento, de privacidad.
Es admirablemente democrático el movimiento antisistema.
Tan democrático como el coronavirus. Se admiten princesas y plebeyos, ricos y
pobres, la derecha y la izquierda, antifascistas y anticomunistas: cualquiera
que se sienta frustrado o resentido o indignado por cualquier cosa. Sea uno
fiel al multimillonario Donald Trump o a un pobre rapero, la cuestión es
expresar rabia y, cuando surja la oportunidad, destrozar cosas: cajeros
automáticos o escaparates o el Capitolio de Estados Unidos.
Ser antisistema es apuntarse a una terapia abierta a
todos, un desahogo gratis, sin necesidad de pagar a un psicólogo o por un
manual de autoayuda. No se suelen lograr resultados concretos, no se generan
cambios que influyan en el día a día de las personas, pero sí sirve para hacer
una limpieza interior, para eliminar bilis.
Como periodista entiendo el atractivo. Lo mío se ha definido como “poder sin responsabilidad”. La frase sirve igual de bien para los antisistema. Uno critica, hace ruido, destroza, irrumpe en el mundo a su manera, pero no tiene que pagar los platos rotos y no se le exige (por favor, no) la difícil tarea de hacer cosas o de resolver problemas.
El tema se complica cuando los antisistema tienen tanto
éxito, cuando tanta gente se identifica con su rabia, que un día se encuentran
en el poder. De repente los antisistema deben administrar el sistema y, por
definición, no tienen ni idea de qué hacer. Por un lado, se les acaba la juerga
y, por otro, se les genera un dilema insoluble. Vean el caso del primer
ministro británico, Boris Johnson (un experiodista, por el amor de Dios), y el
lío en el que ha metido a su país con su lúdico antieuropeísmo, expresado en el
Brexit. Vean el caso de Trump, un jefe de Estado antiestado que se pasó cuatro
años en la Casa Blanca sembrando el caos. Vean a los chavistas en Venezuela.
Vean al partido antisistema por excelencia, Podemos, que está en el Gobierno
pero se retuerce entre el impulso de apoyar y la obligación de condenar a gente
que ataca a los guardianes del sistema, la policía. Vean a los antisistema aquí
en Catalunya, los de la cepa indepe: logran su sueño de obtener mayoría para
formar gobierno cuando lo último que saben es cómo gobernar.
Si de una cosa podemos estar seguros en la era
postideológica en la que vivimos es que el fenómeno antisistema va a seguir en
ebullición. Por más variopintos que sean los individuos que se identifican con
él, habría que definir, creo, algunas reglas de juego. El principio no
negociable debe ser la coherencia. La regla mínima, aplicable a todos los antisistema
independientemente de su punto de partida, sería la siguiente: no aprovecharse
de ninguno de los beneficios o libertades que ofrecen los sistemas a los que
uno se opone.
Daré algunos ejemplos de lo que quiero decir, empezando
con uno fácil. Si Meghan y Harry están en contra de la monarquía inglesa, deben
renunciar ya a sus títulos de duque y duquesa.
Si uno es trumpista, es decir, antigobierno y anticomunista,
convencido de que Joseph Biden es un presidente ilegítimo, no debe aceptar su
parte de las enormes cantidades de dinero estatal que Biden está ofreciendo a
aquellos que han sufrido los daños económicos de la pandemia. Uno esperaría que
aquel célebre señor vestido con cuernos y pieles de búfalo que irrumpió en el
Capitolio el 6 de enero tenga la dignidad de decirle a su madre, con la que
vivía antes de entrar en prisión, que en el caso de que Biden le quiera regalar
1.400 dólares se niegue a aceptarlos.
Si uno es anticapitalista, no debe utilizar los bancos.
Los ahorros, debajo de la cama; las tarjetas de crédito, verboten.
Tampoco debe uno participar en un gobierno que sustenta el capitalismo, no debe
recibir un sueldo de dicho sistema, ni comprarse una casa con hipoteca
bancaria, ni aceptar viajar con chófer en vehículos oficiales fabricados por
empresas neoliberales.
Si uno es antifascista, es decir, si uno realmente está
convencido de que el sistema que rige en su tierra es fascista, no debe salir a
la calle a manifestarse por precaución personal básica ya que, si lo que hay en
el poder es un Mussolini o un Hitler, mejor quedarse calladito en casa. Si
resulta que te atreves a salir a protestar y, como demasiadas veces ocurre, la
policía para el tráfico para que puedas caminar por el medio de una avenida sin
que te atropellen, tienes un problema adicional. Te quedas sin causa. Se te
rompe tu argumento fundacional. El gobierno no es fascista. No solo permite tu
libertad de expresión sino que la protege.
A mí me gusta pensar que si fuera un antisistema de
verdad, no solo de la boca para fuera como vil periodista que soy, tendría la
pureza moral de rechazar todo lo que el sistema me ofrece. Tras hacer un examen
de conciencia propongo una lista de tres mandamientos para un antisistema como
Dios manda:
Nunca pedir ayuda a la policía. Ni si un ladrón armado te
quiere robar, ni si un terrorista te quiere acuchillar, ni si un grupo de hooligans ingleses
está a punto de darte una paliza porque has caído en la incoherencia de
identificarte con una institución prosistema como el Madrid o el Barça.
No aceptar de ninguna manera dinero del Estado, sea este
fascista o comunista, español o estadounidense. Si estás sin trabajo, no
sucumbas a la tentación de pedir que te paguen el paro, aunque te mueras de
hambre.
No
acudas jamás a la salud pública. Si te rompes un brazo o sospechas que
tienes cáncer o covid, no vayas al hospital a que te atiendan gratis. Si tienes
ahorros, paga. Si no, aguanta.
Ya está. Tres mandamientos, nada más. Y si tienes dudas, si te aparece alguna tentación inesperada y no tienes muy claro cómo responder, piensa en el valiente ejemplo de Meghan y Harry ante la tiranía de la corona, recuerda siempre la eterna consigna de todo buen antisistema comprometido: antes morir de pie que vivir de rodillas.
La Argentina, un desierto de ideas
La Nación 07/04/21. Por Andrés Hatum.
“Hay cuatro clases de países: desarrollados, en vías de desarrollo, Japón, y la Argentina». Esta frase es de Simon Kuznets, Premio Nobel de Economía en 1971. Nuestro país era tan particular que tenía una categoría propia en la clasificación de este economista. ¿Por qué? Porque la Argentina era, tal vez, el único caso de un país que fue, en apariencia, desarrollado, en la década de 1920 y a partir de allí, se “subdesarrolló”.
¿Cuál es el mal de nuestro fracaso? ¿Qué nos ha sucedido que hoy vemos al país alejado del concierto internacional? ¿Cómo llegamos a ser un país marginal? La Argentina pasó de ser un país desarrollado a uno emergente para convertirse en un submarino. Una triste realidad con la que muchos coinciden.
La Argentina democrática y republicana se quedó a mitad de camino. Es democrática porque hay elecciones libres, pero es una democracia juguetona donde todo vale para llegar al poder, inclusive corruptelas propias del sistema de boletas interminables. Pero sin lugar a dudas donde fallamos es en la estabilidad y prestigio de nuestras instituciones republicanas. Los tres poderes que la integran, ejecutivo, legislativo y judicial, están entre los peores considerados en cualquier encuesta que se haga al ciudadano común. Un Poder Ejecutivo que muchas veces considera al Estado como parte del partido, gobiernos ineficientes, jueces apretados, legisladores que no legislan, que solo pregonan consignas partidarias. Y la lista sigue.
¿Cómo llegó el país a ser faro de Sudamérica a fines del siglo XIX e inicios del XX? Para la historiadora Luciana Sabina, autora de “Héroes y Villanos”, la batalla final por la historia argentina (Sudamericana, 2016) cree que la transformación del país comienza con la llegada al poder de Bartolomé Mitre. “La Argentina llegó a ser un gran país porque estuvo bajo el gobierno de estadistas, hombres con una educación sobresaliente y conocimientos; políticos con una enorme preparación y una visión a futuro. Es difícil que algo salga mal con guías preparados que trabajan políticas de Estado”.
Falta de líderes con grandes ideas, ideas que guíen a la nación a un futuro deseado, es algo que el país perdió hace tiempo. Vivimos en un cortoplacismo que nos estresa, nos frustra y nos hace sentir fracasados. Hace años que nos gobiernan las dicotomías: federales o salvajes unitarios; Braden o Perón; dictadura o democracia; radicales o peronistas; liberales o nacionalistas; populismo o ajuste salvaje y neoliberal; kirchneristas o el resto del mundo. Estas grietas no nos sacan del pozo: nos hunden más.
Recientemente, Eduardo Levy Yeyati, uno de los economistas más lúcidos del país y profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, publicó “Dinosaurios & Marmotas” (Capital Intelectual, 2021) un libro que nos deja pensando en lo que somos, o en lo que no pudimos ser. En el análisis de Yeyati, si se mira cada tres meses, la Argentina cambia constantemente: la economía y la política son una montaña rusa vertiginosa y líquida. En cambio, si se la mira cada diez años, el país es el mismo: el dinosaurio del subdesarrollo sigue intacto y los problemas –la polarización, la falta de dólares, la inflación– se repiten cíclicamente como en “El día de la marmota”, la célebre comedia en la que un perplejo Bill Murray era condenado a vivir el mismo día una y otra vez.
Cuando los liderazgos fallan, la sociedad se empobrece, no solo económicamente sino en ideas, y se entra en un círculo vicioso de desencanto generalizado. Cuando nos preguntan quién fue el mejor presidente del país, la mayoría se remonta a un pasado de gloria, de barcos, de inmigración, de historia.
En el Diccionario Enciclopédico Ilustrado bajo la dirección de José Alemany de la Academia Española del año 1919, se sostenía en la entrada correspondiente al país: “Todo hace creer que la República Argentina está llamada a rivalizar en su día con los Estados Unidos de la América del Norte, tanto por la riqueza y extensión de su suelo como por la actividad de sus habitantes y el desarrollo e importancia de su industria y comercio, cuyo progreso no puede ser más visible”.
Pareciera que hablan de otro país, el que se quedó atrás, a mitad de camino entre una potencia y lo que somos hoy, una nación que tiene más fracasos que éxitos para contar. Ojalá algún día volvamos a la senda de crecimiento donde la educación sea una política primordial para todos más allá de su color partidario, donde haya políticas de Estado y donde la pelea entre los políticos se de en el campo de las ideas y las estrategias para sacar a este país adelante.
El periodista y escritor habla de su libro “Una historia Argentina en tiempo real” (Planeta). Desfilan por sus páginas su giro del peronismo a su pensamiento actual, los amigos que perdió, la inmigración de su familia y la de Cristina y las charlas donde Alberto Fernández “le daba la razón a mis críticas” Por Hugo Martin. InfoBAE 02/05/21.
Anteriores en este blog:
03/10/13: Corrupción o justicia social
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