jueves, 25 de enero de 2024

La verdadera "generación diezmada"

 

Hábilmente el kirchnerismo lideró en la Argentina durante unos 20 años una batalla ideológica. Subyugó al piberío que despertó a la política sin haber sufrido la persecución militar de la dictadura setentista. Néstor y Cristina, que no asomaron la cabeza y fueron complacientes en esa época negra, les vendieron con éxito a los chicos lo que dió en llamarse "el relato"A los peronistas que la vivieron y sabían realmente que pasó, los reclutaron sobándolos con discursos, alguna quintita de poder o con dinero. A esos corrompidos "progres con OSDE" los conocemos todos. Terminaron liberando asesinos de las cárceles porque eran "víctimas de la sociedad", coquetearon con los narcos, defendieron a los chorros de su tribu en nombre de una revolución que nunca existió, dejando esta Argentina con 45% de pobreza. Gerenciaron la pobreza. Un verdadero club de vividores del populismo. Discriminaron al resto tildando de "gorilas" a todo opositor. Pero ellos fueron verdaderos stalinistas. Fachos. Antidemocráticos de cuna. 

Más abajo verán un muestrario de lo que escribí en el blog sobre estas y otras decadencias kirchneristas de los últimos años. Acerca de las mentiras y fracasos macristas también lo hice y sobre los delirios mesiánicos de Milei ya lo haré (1). Pero hace unos días me impactó la descripción del cronista Osvaldo Pepe en Clarín del 16/12/23 sobre "La verdadera generación diezmada". Está centrada y reivindica a varias generaciones de argentinos de a pie que -sin borrarnos ni dejar de estar comprometidos- nos dedicamos a estudiar y trabajar para poder progresar honradamente, empujados por padres con poco estudio que querían que fuéramos mejores que ellos y no sufriéramos sus desventuras. Mientras tanto, una banda de soberbios de distinto pelaje se creyeron elegidos por la historia, iluminados, y terminaron heredándonos esta sociedad hecha añicos. Ese racconto cuenta los entreveros de muy buen modo. Horanosaurus. 

PD (1): mis límites al combate del populismo y el corporativismo empiezan cuando se ignora la ley y el republicanismo y se avanza sobre los laburantes. Javiercito, nadie te dió un cheque autócrata en blanco. Aunque no sea mi columnista favorito, rescato la opinión de Loris Zanatta en "Más humildad y menos dogmatismo, menos fanatismo y más prudencia" (La Nación 26/01/24).

La verdadera “generación diezmada”

Nacieron en los tiempos de posguerra y tienen de 70 a más de 80 años. Fueron creciendo con las mismas cicatrices, los mismos recuerdos y las mismas nostalgias. Casi siempre les tocó perder. Clarín 16/12/23. Por Osvaldo Pepe. pepeosvaldo53@gmail.com 

Soy parte de la generación diezmada. Esa de la que habló Néstor hace 20 años. “¿Qué espero? Que los hijos de esa generación diezmada tomen la posta”. (Cristina Fernández de Kirchner) Tercera presidenta más votada luego de Perón y Milei, Cristina Kirchner construyó un relato sobre el fragmento de una generación. Hay otra historia, mucho más amplia y significativa, que ese recorte ideológico. Todo empezó con “la polio”, el virus de la poliomielitis. Aquellos brotes epidémicos de 1953 y 1956, terribles ambos en términos estadísticos, hicieron que la enfermedad acosara a la población infantil, que recién asomaba a la vida. La polio, también llamada “parálisis infantil”, afectaba la médula espinal, causaba daños irreversibles en la motricidad, y también detenía el desarrollo pulmonar hasta la muerte misma.

Fue una de las primeras tempestades que abatió a ese colectivo llamado entonces “baby boomers”. Eran los nacidos por el auge de fecundidad que sobrevino a la posguerra, en particular a partir de los años 50. Quienes enfermaron y pudieron contarla inauguraron una era que quedaría con amargura en la memoria colectiva: chicos que andaban por la vida recién inaugurada en sillas de ruedas, con zapatones u otros aparatos ortopédicos para disimular la devastación física y mejorar los desplazamientos.

Eran héroes sobrevivientes de una guerra sin balas, contra un virus como único enemigo, que recién se rendiría en abril de 1955 con la llegada de la vacuna. Los árboles y cordones de las veredas se pintaban con cal, material de usos diversos, en la convicción de que su fuerte poder óxido quizá haría retroceder al virus. Las bolsitas de alcanfor colgadas en los pechos de sus hijos por madres diligentes, parecían más una superchería que un fármaco de eficacia probada.

Las olas epidémicas de la polio se sentirían con rigor entre el final del primer peronismo y el golpe cruento de la Libertadora, que lo desalojó del poder constitucional. Las autoridades sanitarias de una y otra gestión, coincidirían en desdeñar el peligro mortal del virus. Padres desesperados, en hospitales repletos de infantes infectados, desmentían a unos y otros. Aun así, las heridas de entonces no serían solamente sanitarias.

Aquel tiempo trajo a la vida a quienes tienen hoy entre 70, 80 años y más. Ellos irían creciendo con las mismas cicatrices, los mismos recuerdos y las mismas nostalgias. Vislumbrarían con los años que una certeza los atravesaba: visto a la distancia y con la vida encima, se puede hablar de ese segmento como la “verdadera generación diezmada”. Porque, además, sus ciclos vitales coincidieron con un tiempo político inaugural de grietas irreversibles, persecuciones y odios que enlutaron, separaron y mortificaron el espíritu de las familias argentinas.

Ese colectivo pareció atraer las calamidades como un mantra inevitable. Con el virus de la polio en retirada, florecía otro, acaso más dañino: el de la intolerancia. Peronachos y contreras se despreciaban. Los descamisados y los gorilas no podían ni verse. Los adultos de un bando y otro se cruzaban de vereda como quien huye de una peste. Pronto las mesas navideñas se irían volviendo un calvario. Sillas vacías y rencores frescos que sólo se diluirán casi 20 años después. Aquella Argentina fue un infierno cotidiano.

Y la “generación diezmada” debió crecer con un golpe de Estado tras otro. El de 1955, que tumbó con violencia a Perón y persiguió a sus fieles; el de 1962, que echó a Frondizi bajo un manto de indigerible legalidad; el de 1966, que sacó a empujones a Illia de la Casa Rosada; hasta el de la ordalía brutal de 1976, que disfrazado bajo la consigna militar de “derrotar a la subversión” no hizo más que subvertir valores, matar y secuestrar a cuadros, militantes o simples simpatizantes, sobre todo de la izquierda peronista, además de apropiarse de bienes, sin respeto al orden jurídico, ni compasión por la vida. 

Abrumados por tanto fracaso colectivo y naufragios individuales, en la joven madurez aquellos “baby boomers” de los 50 volvieron en los 80 a sufrir otra emergencia sanitaria, esta vez más extendida. El amor podía ser fatal en los tiempos del sida: la muerte se metía entre las sábanas, en principio en la comunidad homosexual, señalada por algunos con desprecio. El virus reemplazaba el placer del sexo por el miedo prematuro a la muerte. 

No sería todo: esa generación, que sufrió en los 70 con la política transformada en un juego de vida o muerte, que escapó como pudo de las garras de la polio y el sida, ahora, en el crepúsculo de sus vidas, tuvo que soportar como pudo la tristeza y la angustia de pasar dos años encerrados en sus casas por el Covid 19, virus más temible y global que cualquier otro. Muchos no resistieron: se fueron. Y se fueron en soledad, por una decisión política que no pareció la mejor. Sin sentir siquiera el consuelo último de padres, hijos o nietos. No fueron ni uno ni dos ni tres. Fueron 130.000. Estaban en la lista de espera equivocada y no tenían invitación para jaranas a puertas cerradas.

La cuenta es fácil. Tres virus letales, cuatro de las seis asonadas del siglo XX, en creciente orden de violencia y de usurpación de derechos, cayeron sobre las espaldas de aquella alborotada generación de posguerra.

No fue todo. Un mal día se les vino encima una guerra incomprensible, que en principio muchos bendijeron tocados por la fibra emocional de una causa noble y acendrada en los corazones de los argentinos de todos los tiempos. En Malvinas la “generación diezmada” aportaría hijos y nietos, a cambio de una pensión tardía, un reconocimiento a regañadientes y una actitud vergonzante, sólo reparadas a medias.

Mientras atravesaban esas riesgosas odiseas, sus sufridos y anónimos integrantes se dedicaban a trabajar, estudiar, se comprometían con sus ideas sin necesidad de jugar a los guerrilleros románticos, aventura que sólo cautivaba a unos pocos. Esas generaciones, nacidas entre 1945 y 1965, por poner un marco etario, simplemente vivían: crecían, se volvían padres, criaban a sus hijos, confiaban en las urnas, se hundían con cada fracaso gubernamental, y hasta creerían en algunos mesianismos providenciales. La vida les pasaría como un suspiro. Con el transcurso de las décadas se volverían abuelos y siempre llegaban a la misma estación del comienzo. Un continuo remar contra la corriente.

La ex presidente Cristina Kirchner, que por edad conforma la generación diezmada por epidemias, golpes de Estado, fracasos y estafas de la política (ella misma está condenada en primera instancia por corrupción en el ejercicio del poder), se siente solidaria de la otra, la de las vanguardias iluminadas que tomaron las armas en los 70, bajo una mirada “idealista y romántica” de la política. Ella ensalza a los hijos de una parte de esa generación. Y en particular a los hijos de desaparecidos.

Los desaparecidos son una enorme tragedia argentina que enlutó a miles y miles de hogares. La Cámara Federal definió en 1985 que fueron víctimas de “un plan criminal” del Estado militar, pero esa dolorosa circunstancia no debería generar un linaje especial. Y menos aún generar heroísmos presuntos: nunca precisó la ex presidenta si su simbólico homenaje incluía a las cúpulas guerrilleras, cuyos principales cabecillas, ya setentones largos, lograron sobrevivir al exterminio. Graciela Fernández Meijide, luchadora ejemplar por los derechos humanos, madre de Pablo, un chico desaparecido en 1976 a los 17 años, dijo alguna vez a quien esto escribe: “Ser padres de un desaparecido no te hace ni mejor ni peor persona de lo que ya eras.”

Sobre una interesada arqueología de la historia, que se dio en llamar “el relato”, y sobre ese dolor trágico, Néstor y Cristina Kirchner reconstruirían con empeño y falsedades viejas discordias y antiguos rencores. La narración idílica de la experiencia camporista, repudiada por el propio Perón, creó una organización de jóvenes quienes, cuarentones hoy, serían proclamados, y se auto asumirían como “los hijos de una generación diezmada”, como si fuese la única. En la última campaña, la ex vicepresidenta deseó que algunos de ellos tomaran “la posta dirigencial”. Lo intentó con Wado de Pedro. La memoria histórica del peronismo le tocó el hombro y le dijo en la cara que no. 

A los baby boomers de los 50 el país les exigió más que a cualquier generación. Con la llegada de la democracia, hace 40 años, ese grupo de argentinos creyó que sus penurias habían terminado. Al cabo de esos seis primeros años las cuentas cerraron mal. Entre 1983 y 1989 hubo tres hiperinflaciones; cuatro asonadas carapintadas; un rebrote terrorista en La Tablada; doce planes de ajuste; una traumática sucesión presidencial; los dramáticos saqueos del hambre y la pobreza. Y desde allí en más, vendría lo peor: un interminable descenso hasta el fondo de todos los fondos.

El siglo XXI se inauguró con un estallido social y cinco presidentes en 20 días. La “generación diezmada” retrocedió en su memoria al tiempo veinteañero cuando “el rodrigazo” (plan de ajuste de 1975) había llevado el dólar de $ 10 a $ 26 y la inflación anual de 24% a 182%. Los sufridos socios de esa membresía generacional ni pudieron pestañear: 26 años después se comerían todos los amagues, una vez más creerían las promesas. Les dijeron: el 1 a 1 no se toca, megacanje de deuda y blindaje a todos los problemas. Se toparon con la verdad: corralito, corralón, default. Ahorros esfumados. Plata quemada. En las calles, sangre, vida y sueños rotos. 

Y de ahí en más, la película de siempre. Acostumbrarse a la inflación y la pobreza perpetuas. Y a que la política fuese para unos pocos una actividad muy rentable y no la herramienta para construir un país mejor. Ahora, al final del camino, ya en tiempo de descuento, saben que no tendrán revancha. En campaña, el presidente Milei les había prometido que no pagarían el ajuste. Eso, y dar por concluidos los rencores del ayer, son las mínimas gratitudes que se ganó la verdadera “generación diezmada.”

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