Dijo alguno que murió el último líder del siglo XX, no habiendo sido Fidel Castro justamente producto de alguna potencia hegemónica. Fue un dirigente político devenido guerrillero y conductor de una pequeña isla, que se le plantó con su modesto pueblo al gendarme saqueador del planeta en busca de dignidad para los suyos. En su derrotero, títere o titiritero, llegó a poner a la tierra al borde de una nueva guerra mundial.
Ante la noticia de su muerte, como suele suceder siempre, todos opinamos con mayor o menor ligereza y ponemos al Comandante Castro en algún casillero. Un burgués porteño incapaz de donar sus zapatos usados subestima la cruzada del pueblo cubano. Un turista chupandín de las playas de Varadero opina lábilmente sobre su cultura decadente. Un periodista de la CNN con traje de Armani vocifera sobre la libertad de expresión cercenada en la isla. Se suman los hipócritas que pagaron para asesinar a Castro en más de noventa intentos frustrados, o quienes festejan su muerte ahora. Pero ¿un perseguido político del régimen cubano podría hallar feliz que alguien lo denomine "tirano encantador"? Ese fue el titular que usó una revista argentina en su análisis, para salvar las contradicciones del líder fallecido.
Yo, que lo admiré por la cruzada libertadora que lideró pero no puedo dejar de calificarlo como un dictador, simplemente agrego esta columna escrita por Alberto Amato en el diario Clarin del 26/11/16 porque la considero sumamente equilibrada y justa y me gustaría compartirla con mis amigos. Horanosaurus.
PD: "... difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo". Charly García.
Foto de arriba: Rogelio García Lupo con Fidel Castro en La Habana, años 60s.
Yo, que lo admiré por la cruzada libertadora que lideró pero no puedo dejar de calificarlo como un dictador, simplemente agrego esta columna escrita por Alberto Amato en el diario Clarin del 26/11/16 porque la considero sumamente equilibrada y justa y me gustaría compartirla con mis amigos. Horanosaurus.
PD: "... difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo". Charly García.
Foto de arriba: Rogelio García Lupo con Fidel Castro en La Habana, años 60s.
"¿Con qué moralidad pueden los líderes norteamericanos hablar de derechos humanos en un país donde hay millonarios y mendigos, donde los negros se enfrentan a la discriminación y grandes masas de chicanos, portorriqueños y latinoamericanos son rechazados, explotados y humillados? Aunque no estoy de acuerdo con todo lo que Fidel Castro hizo, hay una amplia razón por la que es vilipendiado en Estados Unidos y sigue siendo un gran héroe en el Tercer Mundo. Por desafiar al imperialismo yankee por cincuenta años, organizando los mejores sistemas de salud, de inmunización infantil y alfabetización en Occidente (superando a Estados Unidos y Canadá), exportando doctores a países que lo necesitaban en todo el mundo (la administración Bush no aceptó su propuesta de enviar equipos con profesionales para ayudar en Nueva Orleans cuando ocurrió el huracán Katrina), y ser defensor de los pobres y explotados, no es sorpresa que millones de personas lamenten su muerte..." Tom Morello, músico norteamericano. Noviembre 2016.
"Así como antes defendió todas las barbaridades de Moscú, desde el ´68 de Praga o salvar al sangriento régimen de Jorge Rafael Videla en la Comisión de DD.HH. de Ginebra porque la dictadura violaba el bloqueo (norteamericano) a la URSS, hoy la agenda de sobrevivencia se explica por la apertura..." Marcelo Cantelmi en "Cuba, o cómo jugar al mercado cuando Fidel no está". Clarín 03/12/16.
"Así como antes defendió todas las barbaridades de Moscú, desde el ´68 de Praga o salvar al sangriento régimen de Jorge Rafael Videla en la Comisión de DD.HH. de Ginebra porque la dictadura violaba el bloqueo (norteamericano) a la URSS, hoy la agenda de sobrevivencia se explica por la apertura..." Marcelo Cantelmi en "Cuba, o cómo jugar al mercado cuando Fidel no está". Clarín 03/12/16.
Murió
Fidel.
Fue uno de los líderes más
relevantes del siglo XX. Gobernó con mano de hierro pero también supo negociar.
Logró avances en su país en educación y salud. Pero la muerte lo sorprendió con
la isla en una profunda crisis económica. Su cuerpo ya fue cremado y Cuba
decretó nueve días de duelo. Clarín Domingo 27/11/16.
Gobernó Cuba con mano de hierro, y a veces también de seda, por más de medio siglo, tal vez uno de los más tumultuosos de la historia, transformó a esa isla, un “largo lagarto verde” al decir de Nicolás Guillén, en un país con identidad, con orgullo y con historia, sin índices de mortalidad infantil y con una enorme alfabetización en nada comparable con el treinta por ciento de analfabetismo que halló cuando tomó el poder por asalto en 1959. Pero a la vuelta de la historia, también la deja en medio de una crisis histórica con su economía acorralada.
Al mismo tiempo fue implacable durante ese medio siglo con los enemigos de su régimen, las cárceles se llenaron de presos políticos sobre todo en las últimas décadas, cuando la oposición se hizo más evidente y el modelo cubano mostró signos de resquebrajamiento; miles de cubanos fueron obligados a emigrar o lo hicieron en masa en las raras ocasiones en las que el régimen abrió las fronteras; pero otros que sí ansiaban dejar Cuba, no pudieron hacerlo y pasaron sus vidas en una especie de gigantesca cárcel sin barrotes rodeada de uno de los mares más bellos del mundo.
También mantuvo una férrea censura de prensa: las noticias llegaron siempre a Cuba a través de la agencia estatal Prensa Latina y del único diario editado en la isla, el Granma, que es también el órgano oficial del Partido Comunista Cubano. La mordaza se extendió incluso a Internet, cuyo uso para todos los cubanos fue habilitado recién en 2009.
En 1961 proclamó a Cuba como la primera república socialista de América, ató su destino al de la Unión Soviética y ancló la suerte del continente a los designios de la Guerra Fría con la enemiga complicidad de Estados Unidos, que jamás volvió a mirar hacia el sur del Río Grande si no por sobre sus charreteras de comandante supremo de las fuerzas armadas cubanas.
Afrontó, también durante más de medio siglo, el bloqueo comercial, industrial y cultural más feroz desatado alguna vez contra un país latinoamericano por parte de Estados Unidos, obedecido a ciegas, con excepciones honrosas, por todos los países del hemisferio que durante cincuenta años no vendieron ni una tuerca a Cuba y, ya en los albores del siglo XXI, se asombraron con candor, cuando no con hipocresía, de la mala calidad de vida de la isla.
Sobrevivió a once presidentes de Estados Unidos quienes, con mayor o menor intensidad, ansiaron verlo muerto e impulsaron, sostuvieron, idearon o toleraron un sinfín de aten- tados contra su vida llevados a cabo por la CIA, la Mafia estadounidense o los exiliados cubanos, por separado, a dúo o en criminal combinación.
Habló cara a cara con los líderes que ayudaron a construir el mundo de posguerra y el de la posmodernidad: Nehru, Nasser, Tito, Khruschev, Arafat, Indira Gandhi, Ben Bella, Salvador Allende, Brezhnev, Gorbachov, Jiang Zemin, Mitterrand, Juan Carlos I de España, entre otros, y con los papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco; intercambió con las más grandes personalidades de la cultura como Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Ernest Hemingway, de quien atesoraba una foto autografiada, Arthur Miller, Pablo Neruda, Jorge Amado, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y José Saramago.
Ejerció una enorme fascinación e influencia en la izquierda de América Latina que vio en él y en Cuba una luz y guía en el camino hacia el socialismo. Por lo mismo, fue execrado, maldecido y abominado por las derechas, que desataron una oposición visceral a cualquier intento de progresismo en el continente, o de mejorar su pobreza endémica, o de elevar su paupérrimo nivel de vida: cualquier medida en esa dirección fue tachada de subversiva. La guerra que desató esa ceguera fue, casi siempre, desembozada y sangrienta.
Tuvo con la Argentina una particular relación, signada por la figura de Ernesto “Che” Guevara y por cuatro visitas que hicieron historia. Si bien en los últimos años de su vida pensó, y dijo, que las ideas eran mejor que las armas, durante décadas sostuvo que las armas eran aptas para imponer las ideas: Cuba cobijó y dio entrenamiento a grupos guerrilleros de América Latina, en un intento de “exportar” su revolución; lo hizo en los mismos años que Estados Unidos exportaba su doctrina de la seguridad nacional y su teoría del dominó, entrenaba a represores de todo el continente en la Escuela de las Américas y financiaba y sostenía a los más sangrientos dictadores que padeció el continente. Al menos el líder cubano lo puso en claro con una lógica comunista de cemento armado: “Ellos internacionalizaron el bloqueo, nosotros internacionalizamos la guerrilla”.
Del otro lado llegó la réplica: “No vamos a permitir otro Castro en América”. Gustaba decir que, a su muerte, nada extraordinario sucedería en Cuba porque, en cincuenta años, su pueblo había adquirido un altísimo grado de cultura y concientización políticas. Esta última profecía late ahora al cobijo de un enorme signo de interrogación, porque quien la reveló acaba de entrar en la historia grande y polémica de un hemisferio que él mismo ayudó a tallar, no con la musicalidad hispánica de sus apellidos, Castro Ruz, sino con la contundencia rítmica de un nombre que ya es leyenda: Fidel.
Nació el 13 de agosto de 1926 en Birán, al este de la isla en la hoy provincia de Holguín. Su padre, un emigrante gallego convertido en terrateniente, se casó con Lina Ruz, una campesina cubana. Fidel estudió poco tiempo con los sacerdotes lasallanos y luego con los jesuitas, en el Colegio de Dolores de Santiago y en la Preparatoria de Belén, en La Habana. Cuando tenía ocho años, Cuba cayó en manos de Fulgencio Batista, un sargento taquígrafo devenido en coronel, que rigió los destinos de Cuba con la ayuda de Estados Unidos durante un cuarto de siglo.
En 1945 empezó a estudiar derecho en la Universidad de La Habana con la idea de luchar contra la dictadura de Batista. Pero dos años después empuñó las armas para viajar a Santo Domingo en una frustrada intentona de derrocar a otro dictador, Rafael Trujillo. Tenía 23 años cuando viajó a Colombia como delegado de la IX Conferencia Interamericana de la Federación de Estudiantes Universitarios.
Tuvo suerte de regresar con vida: acorralado por los disturbios del Bogotazo, la pueblada que siguió al asesinato del líder liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán, Castro fue llevado al aeropuerto y embarcado a Cuba por otros jóvenes estudiantes entre los que estaba el argentino Antonio Cafiero, según relató el propio Cafiero.
Se recibió de Doctor en Derecho Civil y Licenciado en Derecho Diplomático en 1950, después de fundar el Partido Ortodoxo que lideró desde 1952. Para entonces ya estaba casado con Mirta Díaz Balart, con quien tuvo un hijo, Fidel, nacido en 1949. Cuba era en los años 50 un satélite virtual de Estados Unidos que importaba de la isla casi toda su producción azucarera, cuya producción y comercialización controlaba a través de once compañías. Las empresas norteamericanas manejaban el 48% de las tierras cultivables, el 90% de la electricidad y de las redes telefónicas, el 70% de la producción petrolera y el 100% de la producción de níquel; cuatro mil personas eran dueñas de más de la mitad del territorio cubano, según un censo de 1945. La Mafia estadounidense manejaba los casinos, burdeles y hoteles de Cuba y los dividendos que dejaba el juego, la prostitución y el tráfico de drogas. Cuba era, en frases de la época, el patio trasero de Estados Unidos.
Castro y un grupo de jóvenes del Partido del Pueblo Cubano, ex Partido Ortodoxo, decidieron tomar las armas contra Batista. El 26 de julio de 1953 intentaron copar, al mando de Fidel, el cuartel militar de Moncada y el de Bayazo, a 150 kilómetros el uno del otro. Fue un desastre. Faltos de preparación militar, de armas, de dinero y de experiencia, los rebeldes sufrieron decenas de muertos. El resto, los que no fueron asesinados en la tortura, fueron a parar a la cárcel. Castro fue su propio defensor. En octubre de ese año, lanzó su célebre alegato que pasó a la historia por su rotunda frase final: “Condenenme, no importa: la Historia me absolverá”.
Allí trazó un fresco de la realidad social de Cuba: “(?) De tanta miseria sólo es posible liberarse con la muerte; y a eso sí los ayuda el Estado: a morir. El noventa por ciento de los niños del campo está devorado por parásitos que se les filtran desde la tierra por las uñas de los pies descalzos. (?) Crecerán raquíticos, a los treinta años no tendrán una pieza sana en la boca, habrán oído diez millones de discursos y morirán al fin, en la miseria y la decepción”.
Lo condenaron a quince años de cárcel en Isla de Pinos, a donde fue a parar junto a su hermano Raúl, cinco años menor, y a otros dieciocho rebeldes. En prisión se divorció de su mujer y formó el “Movimiento 26 de Julio”, en honor a la fecha del asalto al Moncada. El 15 de mayo de 1955 se acogió a una amnistía presidencial y se exilió en México, donde conoció a Ernesto Guevara, que había llegado tras huir de Guatemala luego del golpe militar pro norteamericano que Cuba . Conmoción en la isla derrocara en 1954 a Jacobo Arbenz.
El 25 de noviembre de 1956, Fidel, Raúl, el Che y otros 80 revolucionarios abordaron el yate Granma con rumbo a Cuba y con la idea de instalar un foco guerrillero para derrocar a Batista. Fue otro desastre: el barco encalló, el grupo perdió parte de sus provisiones y el ejército de Batista los ametralló con especial dedicación.
Los sobrevivientes, entre ellos los hermanos Castro, Guevara y Camilo Cienfuegos se internaron en la Sierra Maestra y lanzaron una guerra de guerrillas. El 1 de enero de 1959, barbados, con trajes de fajina sucios y en tanques del ejército de Batista que había huido al extranjero el día anterior, los rebeldes castristas entraron en La Habana y Fidel se convirtió en primer ministro y comandante de las fuerzas armadas.
Hasta llegar al poder, Castro se cuidó mucho de revelar sus convicciones marxistas. Pero Estados Unidos nunca confió del todo en las intenciones de los “barbudos de La Habana”, aunque reconoció al nuevo gobierno revolucionario. A los ojos del mundo Castro aparecía como un líder liberal, una especie de héroe jovencísimo (tenía 33 años en 1959), romántico e idealista. Como tal fue recibido en Uruguay, Venezuela y Argentina, adonde llegó en mayo de 1959. Para entonces, ya había desatado una serie de juicios populares sumarísimos contra antiguos miembros del régimen batistiano, muchos fueron fusilados.
En la Argentina, donde todavía era fuerte la huella de la Revolución Libertadora que había fusilado a un grupo de civiles y militares en 1956, Castro fue recibido casi como un héroe bajo el gobierno de Arturo Frondizi. En abril de 1959 viajó a Washington donde lo recibió el vicepresidente Richard Nixon que sería en los años 70, ya presidente de Estados Unidos, uno de sus más fervorosos enemigos.
En los inicios de su gobierno, Castro impuso una serie de políticas para terminar con el analfabetismo, aumentar los niveles de salud y sancionar una reforma agraria; expropió las empresas extranjeras entre las que estaban la mítica United Fruit y las refinerías de Texas Oil Company, Shell y Esso. Estados Unidos reaccionó con una drástica reducción de la cuota de importación de azúcar y las relaciones entre los dos países empezaron a resquebrajarse.
Además, estaban las armas. Castro las necesitaba para sostener su proceso revolucionario. La URSS, expectante todavía con el proceso cubano, autorizó la primera entrega de material bélico a través de Checoslovaquia. En septiembre de 1960, dos meses después de nacionalizar las empresas norteamericanas de Cuba, Castro volvió a viajar a Estados Unidos para la Asamblea anual de la ONU. El ambiente fue de tal hostilidad que le negaron hospedaje en los hoteles de Manhattan y se instaló en un hotel del barrio negro de Harlem, el Theresa, que pasó a la historia por el abrazo que en la puerta se dieron Fidel y el premier soviético Nikita Khruschev.
El 3 de enero de 1961, Cuba y EE.UU. rompieron relaciones diplomáticas. La ruptura total se produjo en abril de 1961, luego de que el flamante gobierno de John Kennedy apoyara una vieja idea de Eisenhower: invadir Cuba. La invasión a Bahía de Cochinos, encarada por cubanos opositores y mercenarios, resultó un fiasco. Los servicios secretos cubanos estaban al tanto de la operación y Castro se puso al frente de la represión que terminó con varios invasores muertos y más de mil presos. Poco después, Fidel anunció que Cuba pasaba a ser la primera república socialista de América y en diciembre de ese año admitió lo que ya era: se declaró marxista leninista.
Cuba fue expulsada de la OEA en la reunión de cancilleres de Punta del Este, de enero de 1962; Castro creyó entonces que podía y debía “exportar” su revolución y la guerrilla al resto de América Latina; la decisión favoreció el desarrollo y crecimiento de los partidos y grupos armados de izquierda, pero también impulsó el endurecimiento de los gobiernos de la región, la proliferación de bandas paramilitares y abrió las puertas a una violencia que iba a arrasar parte del continente. Kennedy ordenó el bloqueo económico de Cuba y, ante la certeza de otra posible invasión, Fidel pidió, y obtuvo de la URSS, misiles balísticos que apuntó hacia Miami y hacia Washington. La crisis de “los misiles cubanos” estalló en octubre de 1962, puso al mundo al borde de una guerra nuclear y terminó cuando Kennedy decretó el bloqueo militar de Cuba y Khruschev retiró los emplazamientos misilísticos. Por el acuerdo, EE.UU. también retiró los que había colocado en Turquía apuntando a la URSS.
Miles de cubanos, muchos de ellos sostenedores de la Revolución en sus inicios, huyeron a los Estados Unidos que alentó por décadas esa emigración, favoreció la entrega de visas automáticas, trató con algodones a los secuestradores de aviones que los desviaban de su ruta original hacia Florida e integró a los opositores a Castro en organizaciones vinculadas a la CIA que pugnaron por derrocarlo o asesinarlo.
Uno de los primeros focos guerrilleros exportados por Cuba tuvo como destino la Argentina. Estuvo al mando de Jorge Masetti, periodista, fundador de la agencia cubana de noticias Prensa Latina, que había llegado a la isla como enviado de Radio El Mundo para cubrir la aventura revolucionaria de los “barbudos”. Según reveló Castro al periodista español Ignacio Ramonet para su “Fidel Castro – Biografía a dos voces”, Guevara le había hecho un pedido especial ya a mediados de los ‘50, antes de embarcarse en el Granma: “Fidel – dice Castro que le dijo Guevara –, yo, lo único que quiero es que, cuando triunfe la Revolución en Cuba, por razones de Estado ustedes no me prohiban ir a Argentina a hacer la revolución”. Palabras más o menos, lo mismo le iba a decir Guevara a Frondizi en su entrevista de agosto de 1961 en la residencia de Olivos. Masetti formó el EGP, Ejército Guerrillero del Pueblo, que sucumbió en 1964: algunos de sus miembros, Masetti incluido, se perdieron en la selva salteña y es posible que hayan muerto de hambre.
Castro visitó la URSS en 1963 y 1964, fue declarado Héroe de la Unión Soviética por Khruschev. Al año siguiente Guevara renunció a sus cargos en el gobierno cubano e inició su aventura guerrillera en el sur de América Latina. Fue capturado y asesinado dos años después, en octubre de 1967. En los años 70 el régimen de Castro revisó la estructura económica de la Revolución y estrechó aún más sus lazos con la URSS, recibió al socialista Salvador Allende, que encarnaba en Chile “la vía pacífica al socialismo”, ahogada luego por un golpe ordenado por Richard Nixon y apoyado por Henry Kissinger.
Cuba supo de un breve renacer de sus relaciones con los países latinoamericanos cuando Fidel hizo un histórico viaje al Chile de Allende en 1971 y cuando, en 1973, el flamante gobierno argentino de Héctor Cámpora reanudó las relaciones diplomáticas y comerciales con la isla encaradas por el ministro de Economía de Cámpora, José Ber Gelbard, un comunista en secreto. Todo duró nada. La caída de las democracias del sur de América, su reemplazo por dictaduras sangrientas en Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, más los dictadores vitalicios como el paraguayo Alfredo Stroessner o el nicaragüense Anastasio Somoza, dejaron a Cuba más aislada, más lejana.
En 1974 las primeras elecciones desde la Revolución, que Castro había prometido inmediatas en 1959, le dieron el triunfo y, dos años más tarde, un referéndum aprobó la primera Constitución Socialista del Estado, promulgada por el I Congreso del PC cubano. En 1977, con la asunción en EE.UU. del demócrata James Carter, los dos países reanudaron parte de sus relaciones hechas pedazos e instalaron “oficinas de intereses”. En la práctica, obraban como virtuales embajadas.
Para entonces hacía ya dos años que fuerzas cubanas luchaban en favor de la independencia de Angola contra tropas del Zaire y de Sudáfrica; dos años más tarde, colaboraron en Etiopía y Somalía. Cuba envió también ayuda de todo tipo al triunfante Frente Sandinista de Liberación nicaragüense, que en 1979 derrocó a Somoza. Y, mientras el gobierno de Ronald Reagan canjeaba con su “enemigo” Irán armas por dinero para solventar a la “contra” nicaragüense, Cuba extendía su ayuda logística y militar a El Salvador, Guatemala y Honduras en una reedición atenuada de la “guerra fría latinoamericana” de los años 60 y 70. En 1980, en uno de los hechos más espectaculares y dramáticos del exilio cubano, reivindicado hoy por la comunidad homosexual de ese país, perseguida por el castrismo, cerca de diez mil personas ocuparon la embajada de Perú y exigieron salir de la isla. Castro habilitó el puerto de Mariel para un éxodo masivo de cerca de ciento veinticinco mil cubanos que se instalaron en el sur de Miami.
La caída del Muro de Berlín en 1989 y de la URSS dos años después, dejaron a Cuba en el desamparo y librada a su suerte. Castro ensayó una serie de medidas económicas para aliviar la crisis. También en 1989 el régimen cubano fusiló al general Arnaldo Ochoa y a otros tres oficiales del ejército, involucrados en el tráfico de drogas y con peligrosa relación con el entonces jefe del cartel de Cali, Pablo Escobar Gaviria.
A mediados de los años 90, más de treinta mil “balseros” cubanos se lanzaron a las aguas en cualquier cosa que flotara con tal de alcanzar las costas estadounidenses; la crisis econó- mica, la falta de insumos, de recursos y de tecnología, el atraso de un país entero encerrado en una postal de los años 50, profundizaron el descontento y la decepción que Castro siempre atenuó con elogios desmesurados –a partir de hoy se sabrá si justificados– hacia la conciencia social y política de su pueblo. A mediados de los 90 Castro intentó adaptar a Cuba a los nuevos tiempos, sin desviar el rumbo de su revolución.
Al menos así lo expresó en el largo discurso que pronunció en Nueva York durante la celebración del 50 aniversario de la ONU. Aún así, Estados Unidos no dio respiro y ese mismo año promulgó la Ley Helms Burton que obstaculizaba las inversiones extranjeras en Cuba. En 1998, tal vez como símbolo de una relativa apertura, Fidel recibió en La Habana al Papa Juan Pablo II que demandó mayor libertad religiosa: “Que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba”, dijo el Pontífice en el inicio de una gira de cinco días que estremecieron a la isla.
Desde ese día, Castro impulsó “la unidad entre cristianos y marxistas para alcanzar el socialismo”. El resto es historia reciente. El final de las dictaduras en el continente, la irrupción de Hugo Chávez en Venezuela, las inversiones españolas y de otros países aliviaron en parte el aislamiento cubano. Fidel viajó a Francia, Italia, España, Portugal, Colombia, México, Venezuela y América Central, capeó el temporal publicitario que desató en 2000 el caso del chico Elián González y empezó a padecer sus primeros achaques: mareos y desvanecimientos lo alejaron en parte de sus kilométricos discursos públicos, que fueron durante cinco décadas parte de su sello personal.
En 2003 volvió a la Argentina para la asunción de Néstor Kirchner y dio un discurso en las escalinatas de la Facultad de Derecho seguido por miles de jóvenes, su público preferido. En 2004 Castro tropezó y cayó cuando bajaba de un estrado en Santa Clara y se fracturó la rodilla izquierda y el húmero derecho, diagnóstico que él mismo dio tendido en el piso y mientras lo auxiliaban. En 2006 una hemorragia intestinal lo puso al borde de la muerte y dos años después traspasó sus poderes a su hermano Raúl “para perfeccionar el socialismo”. Poco despues dejaría definitivamente la presidencia.
Pero el socialismo necesitaba algo más que ser perfeccionado: estaba cayendo a pedazos al soplo de los nuevos vientos que batían el mundo. Dos figuras internacionales ayudaron a romper el aislamiento internacional de Cuba: el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, el primer afronorteamericano en llegar a la Casa Blanca, y el argentino Jorge Bergoglio, convertido ya en papa Francisco, el primero de América Latina, con lo que Cuba quedó de nuevo enlazada a nuestro país.
En 2015 las tirantes cuerdas que maniataban a Cuba y a EE.UU., empezaron a aflojarse, aherrojadas como estaban por el óxido de más de medio siglo de fanatismo e incomprensión. En abril, durante la VII Cumbre de las Américas celebrada en Panamá, Raúl Castro y Obama intercambiaron cautos saludos y cuidadosos discursos. El norteamericano prometió pedir a su Congreso el levantamiento del bloqueo y borrar a Cuba del listado de países terroristas. Castro auguró un diálogo profundo “dentro de nuestras profundas diferencias”.
En septiembre de ese año, Francisco viajó a Cuba y a Washington, en una gestión clave para terminar con el hielo entre los dos países. Por fin, en marzo de este año, Obama se convirtió en el primer presidente norteamericano en visitar La Habana en casi un siglo. Dijo lo que había ido a decir: “Vengo a enterrar los vestigios de la Guerra Fría”. Tendió puentes, desafió al régimen a abrir el juego político y a los cubanos jóvenes a ser el motor de una futura democracia. Fue, tal vez, un instante cumbre como el hemisferio no vivía en más de sesenta años. Fiel a su estilo, Fidel volvió a aparecer en público en abril para lanzar una bravata en respuesta a la chicana de Obama: “No necesitamos que el imperio nos regale nada”, dijo.
El gran poeta comunista chileno Pablo Neruda, amigo de Fidel, decía que le constaba por experiencia propia que los cisnes no cantan antes de morir. Pero la última reflexión de Castro, escrita para el periódico oficial, y único, de Cuba, fue de algún modo su postrer y retórico grito de guerra. Semanas más tarde, a punto de alcanzar en agosto los noventa años, admitió por fin una dolorosa certeza: “A todos nos llega la hora”. Finalmente, la muerte sorprendió a ese trueno del Caribe en plena calma.
BONUS TRACK1: ¿Y esto? No sería la primera fake-new que sufrió Fidel y la revolución en su larga y sinuosa lucha. Aunque haya pagado Ochoa con el paredón, ojalá no haya alcanzado a nadie más arriba. Las afirmaciones provinieron de un narcotraficante y sicario asesino, ex mano derecha del indefendible Pablo Escobar Gaviria. Ellos ya causaron demasiado dolor. Ojalá reciban su merecido en algún lado. Y ojalá esto no sea verdad, porque no tendría justificación alguna para quienes creyeron en el "hombre nuevo". Horanosaurus.
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Al mismo tiempo fue implacable durante ese medio siglo con los enemigos de su régimen, las cárceles se llenaron de presos políticos sobre todo en las últimas décadas, cuando la oposición se hizo más evidente y el modelo cubano mostró signos de resquebrajamiento; miles de cubanos fueron obligados a emigrar o lo hicieron en masa en las raras ocasiones en las que el régimen abrió las fronteras; pero otros que sí ansiaban dejar Cuba, no pudieron hacerlo y pasaron sus vidas en una especie de gigantesca cárcel sin barrotes rodeada de uno de los mares más bellos del mundo.
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En 1961 proclamó a Cuba como la primera república socialista de América, ató su destino al de la Unión Soviética y ancló la suerte del continente a los designios de la Guerra Fría con la enemiga complicidad de Estados Unidos, que jamás volvió a mirar hacia el sur del Río Grande si no por sobre sus charreteras de comandante supremo de las fuerzas armadas cubanas.
Afrontó, también durante más de medio siglo, el bloqueo comercial, industrial y cultural más feroz desatado alguna vez contra un país latinoamericano por parte de Estados Unidos, obedecido a ciegas, con excepciones honrosas, por todos los países del hemisferio que durante cincuenta años no vendieron ni una tuerca a Cuba y, ya en los albores del siglo XXI, se asombraron con candor, cuando no con hipocresía, de la mala calidad de vida de la isla.
Sobrevivió a once presidentes de Estados Unidos quienes, con mayor o menor intensidad, ansiaron verlo muerto e impulsaron, sostuvieron, idearon o toleraron un sinfín de aten- tados contra su vida llevados a cabo por la CIA, la Mafia estadounidense o los exiliados cubanos, por separado, a dúo o en criminal combinación.
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Ejerció una enorme fascinación e influencia en la izquierda de América Latina que vio en él y en Cuba una luz y guía en el camino hacia el socialismo. Por lo mismo, fue execrado, maldecido y abominado por las derechas, que desataron una oposición visceral a cualquier intento de progresismo en el continente, o de mejorar su pobreza endémica, o de elevar su paupérrimo nivel de vida: cualquier medida en esa dirección fue tachada de subversiva. La guerra que desató esa ceguera fue, casi siempre, desembozada y sangrienta.
Tuvo con la Argentina una particular relación, signada por la figura de Ernesto “Che” Guevara y por cuatro visitas que hicieron historia. Si bien en los últimos años de su vida pensó, y dijo, que las ideas eran mejor que las armas, durante décadas sostuvo que las armas eran aptas para imponer las ideas: Cuba cobijó y dio entrenamiento a grupos guerrilleros de América Latina, en un intento de “exportar” su revolución; lo hizo en los mismos años que Estados Unidos exportaba su doctrina de la seguridad nacional y su teoría del dominó, entrenaba a represores de todo el continente en la Escuela de las Américas y financiaba y sostenía a los más sangrientos dictadores que padeció el continente. Al menos el líder cubano lo puso en claro con una lógica comunista de cemento armado: “Ellos internacionalizaron el bloqueo, nosotros internacionalizamos la guerrilla”.
Del otro lado llegó la réplica: “No vamos a permitir otro Castro en América”. Gustaba decir que, a su muerte, nada extraordinario sucedería en Cuba porque, en cincuenta años, su pueblo había adquirido un altísimo grado de cultura y concientización políticas. Esta última profecía late ahora al cobijo de un enorme signo de interrogación, porque quien la reveló acaba de entrar en la historia grande y polémica de un hemisferio que él mismo ayudó a tallar, no con la musicalidad hispánica de sus apellidos, Castro Ruz, sino con la contundencia rítmica de un nombre que ya es leyenda: Fidel.
Nació el 13 de agosto de 1926 en Birán, al este de la isla en la hoy provincia de Holguín. Su padre, un emigrante gallego convertido en terrateniente, se casó con Lina Ruz, una campesina cubana. Fidel estudió poco tiempo con los sacerdotes lasallanos y luego con los jesuitas, en el Colegio de Dolores de Santiago y en la Preparatoria de Belén, en La Habana. Cuando tenía ocho años, Cuba cayó en manos de Fulgencio Batista, un sargento taquígrafo devenido en coronel, que rigió los destinos de Cuba con la ayuda de Estados Unidos durante un cuarto de siglo.
En 1945 empezó a estudiar derecho en la Universidad de La Habana con la idea de luchar contra la dictadura de Batista. Pero dos años después empuñó las armas para viajar a Santo Domingo en una frustrada intentona de derrocar a otro dictador, Rafael Trujillo. Tenía 23 años cuando viajó a Colombia como delegado de la IX Conferencia Interamericana de la Federación de Estudiantes Universitarios.
Tuvo suerte de regresar con vida: acorralado por los disturbios del Bogotazo, la pueblada que siguió al asesinato del líder liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán, Castro fue llevado al aeropuerto y embarcado a Cuba por otros jóvenes estudiantes entre los que estaba el argentino Antonio Cafiero, según relató el propio Cafiero.
Se recibió de Doctor en Derecho Civil y Licenciado en Derecho Diplomático en 1950, después de fundar el Partido Ortodoxo que lideró desde 1952. Para entonces ya estaba casado con Mirta Díaz Balart, con quien tuvo un hijo, Fidel, nacido en 1949. Cuba era en los años 50 un satélite virtual de Estados Unidos que importaba de la isla casi toda su producción azucarera, cuya producción y comercialización controlaba a través de once compañías. Las empresas norteamericanas manejaban el 48% de las tierras cultivables, el 90% de la electricidad y de las redes telefónicas, el 70% de la producción petrolera y el 100% de la producción de níquel; cuatro mil personas eran dueñas de más de la mitad del territorio cubano, según un censo de 1945. La Mafia estadounidense manejaba los casinos, burdeles y hoteles de Cuba y los dividendos que dejaba el juego, la prostitución y el tráfico de drogas. Cuba era, en frases de la época, el patio trasero de Estados Unidos.
Castro y un grupo de jóvenes del Partido del Pueblo Cubano, ex Partido Ortodoxo, decidieron tomar las armas contra Batista. El 26 de julio de 1953 intentaron copar, al mando de Fidel, el cuartel militar de Moncada y el de Bayazo, a 150 kilómetros el uno del otro. Fue un desastre. Faltos de preparación militar, de armas, de dinero y de experiencia, los rebeldes sufrieron decenas de muertos. El resto, los que no fueron asesinados en la tortura, fueron a parar a la cárcel. Castro fue su propio defensor. En octubre de ese año, lanzó su célebre alegato que pasó a la historia por su rotunda frase final: “Condenenme, no importa: la Historia me absolverá”.
Allí trazó un fresco de la realidad social de Cuba: “(?) De tanta miseria sólo es posible liberarse con la muerte; y a eso sí los ayuda el Estado: a morir. El noventa por ciento de los niños del campo está devorado por parásitos que se les filtran desde la tierra por las uñas de los pies descalzos. (?) Crecerán raquíticos, a los treinta años no tendrán una pieza sana en la boca, habrán oído diez millones de discursos y morirán al fin, en la miseria y la decepción”.
Lo condenaron a quince años de cárcel en Isla de Pinos, a donde fue a parar junto a su hermano Raúl, cinco años menor, y a otros dieciocho rebeldes. En prisión se divorció de su mujer y formó el “Movimiento 26 de Julio”, en honor a la fecha del asalto al Moncada. El 15 de mayo de 1955 se acogió a una amnistía presidencial y se exilió en México, donde conoció a Ernesto Guevara, que había llegado tras huir de Guatemala luego del golpe militar pro norteamericano que Cuba . Conmoción en la isla derrocara en 1954 a Jacobo Arbenz.
El 25 de noviembre de 1956, Fidel, Raúl, el Che y otros 80 revolucionarios abordaron el yate Granma con rumbo a Cuba y con la idea de instalar un foco guerrillero para derrocar a Batista. Fue otro desastre: el barco encalló, el grupo perdió parte de sus provisiones y el ejército de Batista los ametralló con especial dedicación.
Los sobrevivientes, entre ellos los hermanos Castro, Guevara y Camilo Cienfuegos se internaron en la Sierra Maestra y lanzaron una guerra de guerrillas. El 1 de enero de 1959, barbados, con trajes de fajina sucios y en tanques del ejército de Batista que había huido al extranjero el día anterior, los rebeldes castristas entraron en La Habana y Fidel se convirtió en primer ministro y comandante de las fuerzas armadas.
Hasta llegar al poder, Castro se cuidó mucho de revelar sus convicciones marxistas. Pero Estados Unidos nunca confió del todo en las intenciones de los “barbudos de La Habana”, aunque reconoció al nuevo gobierno revolucionario. A los ojos del mundo Castro aparecía como un líder liberal, una especie de héroe jovencísimo (tenía 33 años en 1959), romántico e idealista. Como tal fue recibido en Uruguay, Venezuela y Argentina, adonde llegó en mayo de 1959. Para entonces, ya había desatado una serie de juicios populares sumarísimos contra antiguos miembros del régimen batistiano, muchos fueron fusilados.
En la Argentina, donde todavía era fuerte la huella de la Revolución Libertadora que había fusilado a un grupo de civiles y militares en 1956, Castro fue recibido casi como un héroe bajo el gobierno de Arturo Frondizi. En abril de 1959 viajó a Washington donde lo recibió el vicepresidente Richard Nixon que sería en los años 70, ya presidente de Estados Unidos, uno de sus más fervorosos enemigos.
En los inicios de su gobierno, Castro impuso una serie de políticas para terminar con el analfabetismo, aumentar los niveles de salud y sancionar una reforma agraria; expropió las empresas extranjeras entre las que estaban la mítica United Fruit y las refinerías de Texas Oil Company, Shell y Esso. Estados Unidos reaccionó con una drástica reducción de la cuota de importación de azúcar y las relaciones entre los dos países empezaron a resquebrajarse.
Además, estaban las armas. Castro las necesitaba para sostener su proceso revolucionario. La URSS, expectante todavía con el proceso cubano, autorizó la primera entrega de material bélico a través de Checoslovaquia. En septiembre de 1960, dos meses después de nacionalizar las empresas norteamericanas de Cuba, Castro volvió a viajar a Estados Unidos para la Asamblea anual de la ONU. El ambiente fue de tal hostilidad que le negaron hospedaje en los hoteles de Manhattan y se instaló en un hotel del barrio negro de Harlem, el Theresa, que pasó a la historia por el abrazo que en la puerta se dieron Fidel y el premier soviético Nikita Khruschev.
El 3 de enero de 1961, Cuba y EE.UU. rompieron relaciones diplomáticas. La ruptura total se produjo en abril de 1961, luego de que el flamante gobierno de John Kennedy apoyara una vieja idea de Eisenhower: invadir Cuba. La invasión a Bahía de Cochinos, encarada por cubanos opositores y mercenarios, resultó un fiasco. Los servicios secretos cubanos estaban al tanto de la operación y Castro se puso al frente de la represión que terminó con varios invasores muertos y más de mil presos. Poco después, Fidel anunció que Cuba pasaba a ser la primera república socialista de América y en diciembre de ese año admitió lo que ya era: se declaró marxista leninista.
Cuba fue expulsada de la OEA en la reunión de cancilleres de Punta del Este, de enero de 1962; Castro creyó entonces que podía y debía “exportar” su revolución y la guerrilla al resto de América Latina; la decisión favoreció el desarrollo y crecimiento de los partidos y grupos armados de izquierda, pero también impulsó el endurecimiento de los gobiernos de la región, la proliferación de bandas paramilitares y abrió las puertas a una violencia que iba a arrasar parte del continente. Kennedy ordenó el bloqueo económico de Cuba y, ante la certeza de otra posible invasión, Fidel pidió, y obtuvo de la URSS, misiles balísticos que apuntó hacia Miami y hacia Washington. La crisis de “los misiles cubanos” estalló en octubre de 1962, puso al mundo al borde de una guerra nuclear y terminó cuando Kennedy decretó el bloqueo militar de Cuba y Khruschev retiró los emplazamientos misilísticos. Por el acuerdo, EE.UU. también retiró los que había colocado en Turquía apuntando a la URSS.
Miles de cubanos, muchos de ellos sostenedores de la Revolución en sus inicios, huyeron a los Estados Unidos que alentó por décadas esa emigración, favoreció la entrega de visas automáticas, trató con algodones a los secuestradores de aviones que los desviaban de su ruta original hacia Florida e integró a los opositores a Castro en organizaciones vinculadas a la CIA que pugnaron por derrocarlo o asesinarlo.
Uno de los primeros focos guerrilleros exportados por Cuba tuvo como destino la Argentina. Estuvo al mando de Jorge Masetti, periodista, fundador de la agencia cubana de noticias Prensa Latina, que había llegado a la isla como enviado de Radio El Mundo para cubrir la aventura revolucionaria de los “barbudos”. Según reveló Castro al periodista español Ignacio Ramonet para su “Fidel Castro – Biografía a dos voces”, Guevara le había hecho un pedido especial ya a mediados de los ‘50, antes de embarcarse en el Granma: “Fidel – dice Castro que le dijo Guevara –, yo, lo único que quiero es que, cuando triunfe la Revolución en Cuba, por razones de Estado ustedes no me prohiban ir a Argentina a hacer la revolución”. Palabras más o menos, lo mismo le iba a decir Guevara a Frondizi en su entrevista de agosto de 1961 en la residencia de Olivos. Masetti formó el EGP, Ejército Guerrillero del Pueblo, que sucumbió en 1964: algunos de sus miembros, Masetti incluido, se perdieron en la selva salteña y es posible que hayan muerto de hambre.
Castro visitó la URSS en 1963 y 1964, fue declarado Héroe de la Unión Soviética por Khruschev. Al año siguiente Guevara renunció a sus cargos en el gobierno cubano e inició su aventura guerrillera en el sur de América Latina. Fue capturado y asesinado dos años después, en octubre de 1967. En los años 70 el régimen de Castro revisó la estructura económica de la Revolución y estrechó aún más sus lazos con la URSS, recibió al socialista Salvador Allende, que encarnaba en Chile “la vía pacífica al socialismo”, ahogada luego por un golpe ordenado por Richard Nixon y apoyado por Henry Kissinger.
Cuba supo de un breve renacer de sus relaciones con los países latinoamericanos cuando Fidel hizo un histórico viaje al Chile de Allende en 1971 y cuando, en 1973, el flamante gobierno argentino de Héctor Cámpora reanudó las relaciones diplomáticas y comerciales con la isla encaradas por el ministro de Economía de Cámpora, José Ber Gelbard, un comunista en secreto. Todo duró nada. La caída de las democracias del sur de América, su reemplazo por dictaduras sangrientas en Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, más los dictadores vitalicios como el paraguayo Alfredo Stroessner o el nicaragüense Anastasio Somoza, dejaron a Cuba más aislada, más lejana.
En 1974 las primeras elecciones desde la Revolución, que Castro había prometido inmediatas en 1959, le dieron el triunfo y, dos años más tarde, un referéndum aprobó la primera Constitución Socialista del Estado, promulgada por el I Congreso del PC cubano. En 1977, con la asunción en EE.UU. del demócrata James Carter, los dos países reanudaron parte de sus relaciones hechas pedazos e instalaron “oficinas de intereses”. En la práctica, obraban como virtuales embajadas.
Para entonces hacía ya dos años que fuerzas cubanas luchaban en favor de la independencia de Angola contra tropas del Zaire y de Sudáfrica; dos años más tarde, colaboraron en Etiopía y Somalía. Cuba envió también ayuda de todo tipo al triunfante Frente Sandinista de Liberación nicaragüense, que en 1979 derrocó a Somoza. Y, mientras el gobierno de Ronald Reagan canjeaba con su “enemigo” Irán armas por dinero para solventar a la “contra” nicaragüense, Cuba extendía su ayuda logística y militar a El Salvador, Guatemala y Honduras en una reedición atenuada de la “guerra fría latinoamericana” de los años 60 y 70. En 1980, en uno de los hechos más espectaculares y dramáticos del exilio cubano, reivindicado hoy por la comunidad homosexual de ese país, perseguida por el castrismo, cerca de diez mil personas ocuparon la embajada de Perú y exigieron salir de la isla. Castro habilitó el puerto de Mariel para un éxodo masivo de cerca de ciento veinticinco mil cubanos que se instalaron en el sur de Miami.
La caída del Muro de Berlín en 1989 y de la URSS dos años después, dejaron a Cuba en el desamparo y librada a su suerte. Castro ensayó una serie de medidas económicas para aliviar la crisis. También en 1989 el régimen cubano fusiló al general Arnaldo Ochoa y a otros tres oficiales del ejército, involucrados en el tráfico de drogas y con peligrosa relación con el entonces jefe del cartel de Cali, Pablo Escobar Gaviria.
A mediados de los años 90, más de treinta mil “balseros” cubanos se lanzaron a las aguas en cualquier cosa que flotara con tal de alcanzar las costas estadounidenses; la crisis econó- mica, la falta de insumos, de recursos y de tecnología, el atraso de un país entero encerrado en una postal de los años 50, profundizaron el descontento y la decepción que Castro siempre atenuó con elogios desmesurados –a partir de hoy se sabrá si justificados– hacia la conciencia social y política de su pueblo. A mediados de los 90 Castro intentó adaptar a Cuba a los nuevos tiempos, sin desviar el rumbo de su revolución.
Al menos así lo expresó en el largo discurso que pronunció en Nueva York durante la celebración del 50 aniversario de la ONU. Aún así, Estados Unidos no dio respiro y ese mismo año promulgó la Ley Helms Burton que obstaculizaba las inversiones extranjeras en Cuba. En 1998, tal vez como símbolo de una relativa apertura, Fidel recibió en La Habana al Papa Juan Pablo II que demandó mayor libertad religiosa: “Que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba”, dijo el Pontífice en el inicio de una gira de cinco días que estremecieron a la isla.
Desde ese día, Castro impulsó “la unidad entre cristianos y marxistas para alcanzar el socialismo”. El resto es historia reciente. El final de las dictaduras en el continente, la irrupción de Hugo Chávez en Venezuela, las inversiones españolas y de otros países aliviaron en parte el aislamiento cubano. Fidel viajó a Francia, Italia, España, Portugal, Colombia, México, Venezuela y América Central, capeó el temporal publicitario que desató en 2000 el caso del chico Elián González y empezó a padecer sus primeros achaques: mareos y desvanecimientos lo alejaron en parte de sus kilométricos discursos públicos, que fueron durante cinco décadas parte de su sello personal.
En 2003 volvió a la Argentina para la asunción de Néstor Kirchner y dio un discurso en las escalinatas de la Facultad de Derecho seguido por miles de jóvenes, su público preferido. En 2004 Castro tropezó y cayó cuando bajaba de un estrado en Santa Clara y se fracturó la rodilla izquierda y el húmero derecho, diagnóstico que él mismo dio tendido en el piso y mientras lo auxiliaban. En 2006 una hemorragia intestinal lo puso al borde de la muerte y dos años después traspasó sus poderes a su hermano Raúl “para perfeccionar el socialismo”. Poco despues dejaría definitivamente la presidencia.
Pero el socialismo necesitaba algo más que ser perfeccionado: estaba cayendo a pedazos al soplo de los nuevos vientos que batían el mundo. Dos figuras internacionales ayudaron a romper el aislamiento internacional de Cuba: el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, el primer afronorteamericano en llegar a la Casa Blanca, y el argentino Jorge Bergoglio, convertido ya en papa Francisco, el primero de América Latina, con lo que Cuba quedó de nuevo enlazada a nuestro país.
En 2015 las tirantes cuerdas que maniataban a Cuba y a EE.UU., empezaron a aflojarse, aherrojadas como estaban por el óxido de más de medio siglo de fanatismo e incomprensión. En abril, durante la VII Cumbre de las Américas celebrada en Panamá, Raúl Castro y Obama intercambiaron cautos saludos y cuidadosos discursos. El norteamericano prometió pedir a su Congreso el levantamiento del bloqueo y borrar a Cuba del listado de países terroristas. Castro auguró un diálogo profundo “dentro de nuestras profundas diferencias”.
En septiembre de ese año, Francisco viajó a Cuba y a Washington, en una gestión clave para terminar con el hielo entre los dos países. Por fin, en marzo de este año, Obama se convirtió en el primer presidente norteamericano en visitar La Habana en casi un siglo. Dijo lo que había ido a decir: “Vengo a enterrar los vestigios de la Guerra Fría”. Tendió puentes, desafió al régimen a abrir el juego político y a los cubanos jóvenes a ser el motor de una futura democracia. Fue, tal vez, un instante cumbre como el hemisferio no vivía en más de sesenta años. Fiel a su estilo, Fidel volvió a aparecer en público en abril para lanzar una bravata en respuesta a la chicana de Obama: “No necesitamos que el imperio nos regale nada”, dijo.
El gran poeta comunista chileno Pablo Neruda, amigo de Fidel, decía que le constaba por experiencia propia que los cisnes no cantan antes de morir. Pero la última reflexión de Castro, escrita para el periódico oficial, y único, de Cuba, fue de algún modo su postrer y retórico grito de guerra. Semanas más tarde, a punto de alcanzar en agosto los noventa años, admitió por fin una dolorosa certeza: “A todos nos llega la hora”. Finalmente, la muerte sorprendió a ese trueno del Caribe en plena calma.
BONUS TRACK1: ¿Y esto? No sería la primera fake-new que sufrió Fidel y la revolución en su larga y sinuosa lucha. Aunque haya pagado Ochoa con el paredón, ojalá no haya alcanzado a nadie más arriba. Las afirmaciones provinieron de un narcotraficante y sicario asesino, ex mano derecha del indefendible Pablo Escobar Gaviria. Ellos ya causaron demasiado dolor. Ojalá reciban su merecido en algún lado. Y ojalá esto no sea verdad, porque no tendría justificación alguna para quienes creyeron en el "hombre nuevo". Horanosaurus.
El
narcotraficante y también sicario colombiano John Jairo Velásquez (alias
Popeye), mano derecha de Escobar, en su autobiografía vincula a los hermanos
Castro (Fidel y Raúl) con la red de narcotráfico. Diario
Las Américas. 28 de
noviembre de 2016 - 09:11
MIAMI.-De muchos aspectos de
la vida Fidel Castro poco se conoce, uno de ellos es la relación que
supuestamente sostuvo con uno de los mayores de capos de droga, el colombiano
Pablo Escobar Gaviria.
Aunque ni Escobar ni Castro
hablaron nunca al respecto, quien fuera la mano derecha del capo colombiano de la
droga, el también narcotraficante y
sicario colombiano John Jairo Velásquez (alías Popeye), en su autobiografía
vincula a los hermanos Castro (Fidel y Raúl) con la red de narcotráfico tejida
a través de Cuba.
En fragmentos de su libro
autobiográfico "El verdadero
Pablo", publicado por la prensa colombiana explican la triangulación
para el tráfico de drogas a través de la isla, con la aprobación del dictador
cubano.
Lo
que cuenta Popeye. Alias
"Popeye" señala en el libro que "Pablo (Escobar) estaba feliz
con esa ruta (Colombia-México-Cuba-Estados Unidos). Decía que era un placer
hacer negocios con Raúl Castro, pues era un hombre serio y emprendedor". De
acuerdo con Velásquez la operación a que hace referencia, que duró dos años,
fue conducida "por los militares cubanos al mando del general (Arnaldo)
Ochoa y el oficial Tony de la Guardia, bajo instrucciones directas de Raúl
Castro".
La operación en Cuba se llevaba a
cabo a través de aviones que trasladaban entre 10 mil y 12 mil kilogramos de
cocaína en cada vuelo. Según "Popeye" fue tan exitosa que le permitió
a Escobar multiplicar sus ganancias. "Esta ruta llenó las arcas del Patrón
(como se le llamaba a Escobar), quien se encontraba ilíquido al comenzar los
negocios con los cubanos, pues la guerra con el Estado colombiano (para evitar
la extradición) le había demandado muchos recursos", cuenta el
narcotraficante.
Velásquez afirma en el libro,
reseñado por contactomagazine.com que
"con ayuda de Jorge Avendaño, apodado el 'Cocodrilo', el 'Patrón' llega a
Fidel Castro, en la isla de Cuba. Éste lo conecta con su hermano Raúl y así se
inicia una operación de tráfico de cocaína. Pablo Escobar conserva la amistad
con Fidel Castro, desde su estadía en Nicaragua; nunca han hablado
personalmente, pero sostienen permanente y fluida comunicación por cartas y
terceras personas. La amistad se establece a través de Álvaro Fayad, el
comandante del M-19, e Iván Marino Ospina".
"Los cubanos reciben 2.000 dólares
por cada kilo de droga transportada y 200 dólares por cada kilo custodiado. La
tajada de la mafia en México, por el uso de su infraestructura, como puente a
la isla, oscila entre 1.500 y 2.000 dólares por cada kilo, dependiendo de la
importancia del embarque. La cercanía entre México y la isla cubana da margen
para transportar más cantidades de cocaína y gastar menos combustible",
agrega Velásquez.
"La ruta cayó cuando se
destapó todo el escándalo, al caer un gran cargamento decomisado por la DEA, proveniente
de Cuba, y varios cubanos detenidos confesaron delatando la operación. La
investigación lleva a la DEA hacia el cartel de Medellín y al gobierno cubano.
El 'Cocodrilo' sale de Cuba rumbo a Colombia. La investigación llega hasta las
más altas esferas del gobierno norteamericano. El tráfico es a gran escala y
alegan que es imposible que los funcionarios de la isla no lo supieran. Esto
pone al gobierno de Cuba en la mira de sus más encarnizados enemigos, los
norteamericanos. Mucha cocaína quedó enterrada en suelo cubano", narra el
narcotraficante.
BONUS TRACK2: aquí la opinión autorizada de Sergio Ramírez, sandinista ex vicepresidente de Nicaragua. No más que agregar. Horanosaurus.
Cuba sí, yanquis no
Una palabra que define a mi generación es “antimperialismo”. Expresaba un deseo de independencia y autodeterminación. La Revolución cubana se convirtió en la panacea para ese sentimiento. Pero hoy ya no se trata de escoger entre izquierda o derecha, sino entre autoritarismo o democracia. Opinión. Por Sergio Ramírez. NYTimes en español. 01/01/19.
BONUS TRACK2: aquí la opinión autorizada de Sergio Ramírez, sandinista ex vicepresidente de Nicaragua. No más que agregar. Horanosaurus.
Cuba sí, yanquis no
Una palabra que define a mi generación es “antimperialismo”. Expresaba un deseo de independencia y autodeterminación. La Revolución cubana se convirtió en la panacea para ese sentimiento. Pero hoy ya no se trata de escoger entre izquierda o derecha, sino entre autoritarismo o democracia. Opinión. Por Sergio Ramírez. NYTimes en español. 01/01/19.
Sergio Ramírez es
novelista y ensayista. Fue revolucionario sandinista y vicepresidente de
Nicaragua entre 1985 y 1990. En 2017 fue galardonado con el premio Cervantes.
MANAGUA
— Los guerrilleros enmontañados en la Sierra Maestra fueron míticos en mi
adolescencia. Escuchar a escondidas la cubana Radio Rebelde en las noches de
Managua, haciendo girar el dial hasta localizar la estación clandestina en onda
corta, se volvía un ritual. En las fiestas era prohibido que las orquestas
tocaran el himno “Sierra Maestra” cantado por Daniel Santos. Aparecían las
banderas rojinegras del Movimiento 26 de Julio en los árboles y los soldados
del ejército de la dinastía Somoza subían rabiosos a arrancarlas. Era la misma
bandera que Sandino había enarbolado en las montañas de las Segovias, en
Nicaragua, y que había conocido en sus años en México como símbolo de los
anarcosindicalistas.
Si
busco una palabra que defina a mi generación, la del medio siglo, es “antimperialismo”. Estaba de alguna
manera en nuestros genes tropicales, y estaba en el aire cargado de pólvora y
en el fermento de rebeldía que crecía en los movimientos estudiantiles de
izquierda desde las universidades. También en las lecturas de iniciación, Escucha, yanqui del
sociólogo estadounidense C. Wright Mills y en Los condenados de la tierra de
Frantz Fanon, a la par del anticolonialismo. Pero sobre todo definió la imagen
que nos hicimos de la Revolución cubana como la gran panacea de liberación de
los pueblos oprimidos.
El
1 de enero de 1959, cuando Fulgencio Batista huyó de Cuba, la tradicional
procesión de varones católicos que culminaba en la Plaza de la República en
Managua, frente a la catedral metropolitana, se convirtió en un verdadero mitin
de celebración, y las voces clamaban en coro que el próximo en salir sería Luis Somoza Debayle. ¿Si cayó Batista
por qué no iban a caer los Somoza?
Era
algo más que la fe en una reacción en cadena. La lucha de seis años de Augusto
César Sandino, entre 1927 y 1933, contra las tropas de ocupación de Estados
Unidos, había plantado un ejemplo de antimperialismo entre los jóvenes; y en
1954, poco antes del triunfo de la Revolución cubana, el gobierno legítimamente
electo del coronel Jacobo Arbenz en
Guatemala había sido derrocado mediante una conspiración dirigida desde
Estados Unidos y orquestada por los hermanos Dulles. Allen Dulles era jefe de
la CIA y a la vez miembro del consejo directivo de la United Fruit Company, y
su hermano, John Foster Dulles, el secretario de Estado estadounidense durante
el gobierno de Dwight Eisenhower y abogado de la misma compañía, a la que Arbenz había expropiado unas
tierras ociosas para su programa de reforma agraria.
Agravios
había suficientes, y la idea de imperialismo era inseparable de la idea de
dictadura. En julio de 1956, cuando se celebró en Panamá la Cumbre de las Américas,
la mayoría de los presidentes que rodeaba al general Eisenhower pertenecían al
mismo zoológico de dictadores: el
general Fulgencio Batista de Cuba, el general Anastasio Somoza de Nicaragua, el
coronel Carlos Castillo Armas, impuesto en Guatemala en lugar de Arbenz; el
general Paul Magloire de Haití, el general Marcos Pérez Jiménez de Venezuela,
el generalísimo Héctor Bienvenido Trujillo de República Dominicana, Manuel
Prado del Perú, el general Alfredo Stroessner de Paraguay. Todos provenían de golpes
de Estado o de elecciones fraudulentas y todos eran aliados incondicionales de
Estados Unidos en plena Guerra Fría, campeones
del anticomunismo.
El
sentimiento antimperialista era parte esencial del imaginario político
latinoamericano, en cuyo revés se leía soberanía, independencia,
autodeterminación. La Revolución cubana interpretó con creces ese sentimiento,
bajo la consigna de Fidel Castro de que había que convertir la cordillera de
los Andes en la Sierra Maestra de América Latina; y, así, en aquel mismo año de
1959 se dio una inmediata oleada de desembarcos guerrilleros, apoyados por
Cuba, en Nicaragua, Panamá, Haití, República Dominicana y Venezuela.
Ganar
el poder por las armas y desmantelar una dictadura corrupta como la de Batista
en Cuba significaba el inicio de un proceso que no podía ser sino radical y la expropiación en 1960 de
las compañías de capital estadounidense no era solo una reivindicación
política, era un acto de soberanía: al transferirse las empresas extranjeras a
manos del Estado, la plusvalía se invertiría a favor de los pobres. Esa era una
conclusión política económicamente errónea, pero entonces tenía más peso la
retórica encendida.
Las
imágenes estaban a mano y resultaban eficaces: era el imperialismo el que había
sostenido a Batista, el que había convertido a Cuba en un gran casino de juego
y en un burdel, el responsable de la miseria y del analfabetismo. Todo eso es
lo que la Revolución iba a cambiar.
Las
expropiaciones en Cuba generaron el embargo económico, comercial y financiero
impuesto por Estados Unidos el mismo año, pero, otra vez, la respuesta fue
retórica: el pueblo, con organización, voluntad y disciplina, sería capaz de
vencer todos los escollos. Y conformarse con la libreta de racionamiento.
Cuando
al producirse en 1961 la invasión de Bahía de Cochinos —o Playa Girón, para los
cubanos—, organizada y armada por Estados Unidos con la complicidad de
Guatemala y Nicaragua, Fidel Castro proclamó el socialismo ante los micrófonos,
este concepto se volvió indisoluble con el de antimperialismo. En el imaginario
de la izquierda latinoamericana, la declaración venía a ser una respuesta
lógica frente a la agresión.
David
se defendía contra Goliat y el hecho de que Cuba se hallara apenas a 90 millas
de distancia de Estados Unidos, le daba un carácter heroico al desafío. De allí
en adelante, la creación en 1965 del Partido Comunista como fuerza política
única, el socialismo reivindicador transformado en doctrina marxista-leninista,
la alineación estratégica con la Unión Soviética a partir de 1962, entraron de
manera acrítica en el imaginario de la izquierda, vistas como medidas
defensivas y de protección de un proceso de liberación que de otra manera sería
avasallado: Cuba sí, yanquis no.
La
supresión de la libertad de pensamiento y opinión, la falta de medios de
comunicación independientes, la prohibición de organizar partidos políticos, de
entrar y salir libremente del país y todas las demás carencias democráticas
quedaban sepultadas por la avalancha retórica que privilegiaba la democracia
popular y desechaba la democracia representativa como parte de la oscura
herencia del Estado burgués y proimperialista, contrario al socialismo.
Este
sentimiento de adhesión generalizado en la izquierda, cobijaba también a los
intelectuales latinoamericanos casi sin excepción, incluidos los escritores del
boom. Ser de izquierda era ser antimperialista y cuando se decía “intelectual
comprometido”, implicaba un compromiso con la izquierda y con la Revolución
cubana misma.
Las
rupturas ocurrirían más tarde, cuando en marzo de 1971 el escritor Heberto
Padilla fue encarcelado a raíz de una lectura de sus poemas en la sede de la
Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y luego obligado a una infame confesión
pública de sus pecados, entre ellos su propia obra literaria.
Pero
ya antes se habían presentado otros factores de tensión: la persecución contra los homosexuales y
su internamiento en campos de concentración, la invasión de las tropas
soviéticas a Checoslovaquia en 1968, respaldada por Fidel Castro. El primero en
caer en los dientes de la trituradora fue el escritor mexicano Carlos Fuentes,
acusado desde Casa de las Américas de “frívolo, cobarde y oportunista”.
Bajo
la propuesta maniquea de que estar en contra de Cuba era estar a favor del
imperialismo, muchos intelectuales de izquierda siguieron siendo defensores de
la Revolución cubana. Sin embargo, creció cada vez más el número de quienes
asumieron una posición crítica y desencantada.
El triunfo de la Revolución sandinista en
Nicaragua en 1979, revivió el fervor de la izquierda y atrajo el apoyo de
intelectuales y escritores que se habían decepcionado de la Revolución cubana.
Y, mientras tanto, la posición antagónica del gobierno de Ronald Reagan contra
el sandinismo, al punto de armar y financiar a las fuerzas de
la contra, renovó también el imaginario de David contra Goliat y el
viejo antimperialismo.
De
adolescente me encandiló la Revolución cubana, y buena parte de mi juventud la
entregué a la Revolución sandinista, con lo que hubo en mi vida dos revoluciones,
algo fuera de lo común.
Hoy
en día ya no es posible hablar de intelectuales comprometidos como sinónimo de
intelectuales de izquierda, pues las escogencias han cambiado.
El
socialismo del siglo XXI, símbolo de la tercera revolución socialista en
América Latina, nunca llegó a ser un paradigma ni el fallecido presidente
venezolano Hugo Chávez, un héroe universal del antimperialismo, salvo para los
partidos y movimientos de la izquierda tradicional agrupados en el Foro de São
Paulo, con una línea oficial bien
demarcada.
Cuba,
Nicaragua y Venezuela, representan modelos obsoletos, cuestionados precisamente
por encarnar dictaduras militares que violentan los derechos humanos y han
fracasado en crear bienestar eliminando la pobreza, como se supone era el
propósito de las revoluciones.
La
escogencia hoy no es entre revolución o imperialismo, sino entre autoritarismo
y democracia. Y surge para mí otra elección insoslayable, entre izquierda
democrática e izquierda autoritaria.
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