sábado, 18 de junio de 2016

A nuestros hijos 2


Continúo con la misma idea de siempre: juntar info que ayude a reflexionar y ser críticos. Primero, la nota de Miguel Espeche, analizando las piezas internas que moviliza y reacomoda la paternidad. Después, la médica homeópata Mónica Muller, desde su recomendado libro "Sana, sana (la industria de la enfermedad)", Edit. Sudamericana-2014, cuando se refiere en algunos pasajes a la salud y la educación de nuestros hijos y los errores inducidos en que caemos los padres: los niños "buenitos", los diagnósticos de los profesionales supuestamente especializados a quienes se los confiamos y el abuso de la TV y las maquinitas para que nos dejen tranquilos unas horas, entre otros temas. Horanosaurus. 


El pan que los hijos traen bajo el brazo

Por Miguel Espeche (psicólogo y psicoterapeuta). La Nación suplemento Sábado 18/06/16. @MiguelEspeche

Quizá los más jóvenes no lo hayan escuchado nunca, pero hay un dicho popular que enuncia que, cuando un chico viene al mundo, trae un pan bajo el brazo. Si no lo escucharon, sería bueno que tengan en cuenta esta imagen que viene de la lejana tradición, porque es de los dichos más lindos que existen, de esos que nutren a la hora de traer a alguien al mundo, aun en circunstancias difíciles.

Es verdad que algunos creían entender que, al hablar de "pan bajo el brazo", se hablaba de "suerte", algo así como que los padres se ganarían la quiniela o conseguirían un mejor trabajo, un golpe del azar que solucionaría los problemas del caso.

Puede que algo de eso exista, pero otra lectura, que puede ser de utilidad para aquellos que están comenzando en el camino de la paternidad, es que la llegada de un chico despierta tanta, pero tanta energía en sus padres, que todo se potencia con el alimento de recursos anímicos antes absolutamente desconocidos, que aparecen ante la nueva situación.

En la gran mayoría de los casos, ante la llegada de un bebe los padres descubren dentro de sí fuerzas antes desconocidas, un amor inimaginable que los despierta a hacer esfuerzos de magnitud que trascienden las fronteras emocionales y físicas antes establecidas.

Esa fuerza, esa emoción, ese enorme amor que arrasa... ése es el pan que los chicos traen al mundo y que alimenta a los que lo guiarán en sus primeros pasos.

Muchas personas evalúan su vida y la idea de ser padres sin contar en su mapa mental con ese alimento que los chicos traen. Evalúan la situación de criar hijos con los recursos actuales, sin entender que en el camino aparecerán en ellos nuevas fuerzas desconocidas. De hecho, a veces se ve a los hijos como gasto, como sacrificio, como peso... sin entender que muchas veces ellos más que sojuzgar, liberan. ¿De qué nos liberan los hijos? De nuestra propia infancia, de las fronteras a veces comprimidas de nuestro universo emocional y de algunos miedos que se tienen y que esclavizan la fecundidad con la que se encara la vida.

Por supuesto, tener hijos no es la única manera de crecer y de lograr una creciente madurez. Hay diversas formas fecundas de atravesar las fronteras de esa infancia centrada demasiadas veces en el propio ombligo. Pero hoy hablamos de uno de los caminos de ese crecimiento, el de los hijos, y, sobre todo, de aquello "intangible" que traen consigo, que no es ni más ni menos que el entusiasmo, coraje y vitalidad que generan en sus padres con su llegada.

Según las estadísticas, muchos embarazos no son planeados y su aparición genera problemas superlativos. Pero ese embarazo no deseado, con el correr de los meses, y llegado el momento del alumbramiento, suele transformarse en un hijo que será amado. Algo ocurre en ese momento, cuando el chico pasa de ser "algo" a ser "alguien", que ilumina el territorio de una gran mayoría de casos, posibilitando que la vida siga su curso.

Eso que ocurre es difícil de describir, pero es lo que hace que la especie perdure, más allá de los obstáculos.

El conocido psicoterapeuta Victor Frank decía: "La felicidad no es algo que pueda perseguirse, debe sobrevenir y sólo surge como el efecto secundario involuntario de la dedicación personal a una causa superior a uno, o como el producto derivado de la entrega personal a otro ser".

Vale la reflexión como manera de entender lo que es la felicidad, viéndola como el producto de una dedicación por algo que valga la pena, y no como objetivo en sí misma.

Y si algo realmente vale la pena es la aventura de la paternidad, una de las más interesantes, siempre que, por supuesto, se entienda aquello del pan que los hijos traen bajo el brazo para ofrecerlo a la hora de iniciar el camino.



El libro "Sana, sana. La industria de la enfermedad" (Editorial Sudamericana, 2014) de la homeópata argentina Mónica Muller, habla sobre el fenomenal negocio de la industria farmacéutica del que somos objeto todos los mortales sin tener una mínima conciencia de sus abusos. No pueden dejar de leerlo porque cambia la visión de nuestra salud y desnuda la perversidad de la medicina alopática que gobierna nuestras vidas. Ya le dediqué unas entradas cuyos links están más abajo. En varios pasajes aborda el tema de la educación de nuestros hijos y el cuidado de su salud. Me movió el piso una vez más. Reproduzco unos párrafos aquí:   

… nuestra sociedad asistió a la aparición de una nueva entidad sagrada: El Niño, que de personaje secundario subordinado a los adultos pasó a ser merecedor de un trato especial, transformándose de inmediato en un mercado apetecible para la industria. Así fue como la ropa, los muebles y los juguetes de buen diseño, los alimentos especiales y la enseñanza basada en el respeto y la libertad comenzaron a ser visibles y valorados en esos años (...)

Niño, deja ya de joder con la pelota

Así fue como el nene invisible que jugaba en el patio del fondo pasó a ser “El Niño” exhibido en la fachada de la familia como testimonio de la calidad de sus padres, para que la sociedad evalúe, juzgue y califique. Si es amable, tranquilo, dócil y sociable los padres están aprobados; si es huraño, inquieto, rebelde o peleador, algo en ellos está fallando.

El problema es que en general los chicos normales no son naturalmente amables, tranquilos, dóciles y sociables. No quieren prestar su camioncito, así como los adultos normales prefieren no prestar su computadora. No quieren dormir, bañarse, vestirse ni desvestirse porque esas actividades inútiles les quitan tiempo para jugar. Por la misma razón tampoco quieren estar sentados comiendo durante media hora. Odian saludar con un beso a las señoras bigotudas y odian sonreír a quien le es indiferente o les parece un pesado. No resisten quedarse inmóviles escuchando una monserga porque enseguida piensan en cosas más interesantes. Rompen las cosas porque no pueden estar mucho tiempo quietos, y además son un poco torpes porque su sistema nervioso no ha llegado a su total madurez. Necesitan saltar, correr y gritar porque su energía está alimentada por una pila atómica. Dicen palabrotas y se tiran pedos porque acaban de descubrir que tienen un efecto mágico de horror o risa en los adultos.

En la competencia por obtener el hijo mejor adaptado, para lucimiento de su propio narcisismo o tranquilidad de su conciencia, los padres disimulan sus defectos y amplifican sus virtudes ante sus amigos, ante los maestros y aun ante el médico que debería conocer todos los elementos para poder intervenir en forma eficaz.

En la consulta es difícil lograr que los padres relaten qué es lo que les preocupa de su hijo. "Es un nene muy buenito", arrancan diciendo como si lo hubieran sentado frente a un tribunal. Cuando se les pregunta por qué lo traen, cuentan como al pasar que tiene pesadillas que lo despiertan aterro­rizado todas las noches, que quiso ahorcar a la hermanita, que se hace pis en la cama aunque dejó los pañales hace dos años o que todos los días entra y sale llorando a gritos de la escuela. "Pero es muy buenito, eh", aclaran enseguida, aun­que el médico percibe que fuera del consultorio lo atosigan con órdenes, ultimátums y amenazas, cuando no lo cachetean, le tiran de las orejas o directamente lo zurran para que aprenda a no ser violento. Los padres sufren mucho. Creen estar haciendo todo bien y sin embargo el chico los hace quedar mal ante todo el mundo una y otra vez, aunque como ya sabemos es tan buenito.

Además de frustrados se sienten solos porque creen que el único hijo fallado es el de ellos, ya que cada familia oculta los problemas del suyo.

Cuando me parece que pueden aceptarlo sin ofenderse, les explico que un chico se asemeja más a un mono que a  un humano, y que criar un hijo es tan difícil como enseñarle a un simio a actuar como persona; una tarea ardua, larga y llena de dificultades. Si después de la sorpresa inicial alguien se siente molesto, le recuerdo que también él es un primate, como yo y como todos los humanos. Domesticados en mayor o menor grado y con capas de barniz de urbanidad más o menos espesas, somos animales primitivos; y eso se manifiesta con mayor nitidez en los chicos, aunque los padres lo escondan.

Uno de los momentos de mayor tensión es la cita en la escuela para recibir algo llamado “el informe”, un reporte que es tanto control de calidad como certificado de buena conduc­ta. De esa entrevista se regresa con alivio porque se aprobó el examen o con gran preocupación porque —si se entendió bien la jerga de la psicopedagoga— el nene es retraído, no se integra a los demás, les pega a los compañeritos, no entiende nada o no escucha a la maestra.

He atendido decenas de padres enredados en el circuito interminable de estudios neurológicos, neurolingüísticos, psicológicos, psicopedagógicos, fonoaudiológicos y oftalmoló­gicos que les sugieren en el colegio para descartar que su hijo tenga lesiones neurológicas, autismo, trastorno generalizado de desarrollo, déficit de atención e hiperactividad, hipoacusia o miopía. No puedo hacer una estadística nacional sobre la cantidad de diagnósticos presuntivos tan erróneos como traumáticos para el chico y la familia que se hacen en las escuelas, pero de los que conozco puedo asegurar que sólo una proporción menor merecía ser tenida en cuenta. Y de esos casos, la casi totalidad presentaba síntomas ostensibles para cualquier persona observadora.

Uno de mis pacientes, de menos de seis años, recibe des­de los cuatro un informe escolar con una tinta cada vez más cargada. El del año pasado mencionaba que tenía dificultades para quedarse sentado en el aula y concentrarse en las palabras de la maestra. La advertencia final de la psicopedagoga de la escuela decía que para descartar un trastorno por déficit de atención e hiperactividad indicaba una consulta psicológica y neurológica. Tengo aquí el informe del electroencefalograma que le hicieron en aquel momento: EEG de sueño desprovisto de elementos focales y/o paroxismales. En criollo, un estudio absolutamente normal.

El psicólogo que lo vio informó que el niño parecía ansioso y angustiado, pero adecuadamente capaz de concentrarse y de comprender las consignas.

Este año el informe se interna en otras espesuras. Voy a traducir el lenguaje técnico tal como lo hice para explicár­selo a la madre, porque está redactado en el dialecto de los especialistas: dice que el niño habla demasiado, que comete errores porque se apresura a responder, que tiene baja velo­cidad de procesamiento de datos y poco autocontrol. Le en­cuentran también indicadores de ansiedad y baja tolerancia a la frustración, por todo lo cual la conclusión es que "el niño estaría cumpliendo con indicadores de trastorno por déficit de atención con hiperactividad (DSM-IV-TR, F90.0)". Cuando entregan el informe le advierten a la madre que el niño debe ser llevado a un psiquiatra para iniciarjun tratamiento con Ritalina® (metilfenidato, droga similar a la anfetamina que se indica rutinariamente niños diagnosticados con déficit de atención con hiperactividad). De lo contrario se dificulta su inscripción en primer grado en la misma escuela.

Para merecer la etiqueta F90.0 del DSM-IV-TR el nene debe presentar determinada cantidad de síntomas de los que extraigo algunos:

-A menudo no presta atención suficiente a los detalles o incurre en errores por descuido en las tareas escolares.
-A menudo tiene dificultades para mantener la atención en tareas o actividades lúdicas.
-A menudo parece no escuchar cuando se le habla di­rectamente.
-A menudo tiene dificultades para organizar tareas y ac­tividades.
-A menudo evita, le disgusta o es renuente en cuanto a dedicarse a tareas que requieren un esfuerzo mental sostenido (como trabajos escolares o domésticos).
-A menudo extravía objetos necesarios para tareas o ac­tividades.
-A menudo se distrae fácilmente por estímulos irrele­vantes.
-A menudo es descuidado en las actividades diarias.
-A menudo mueve en exceso manos o pies o se remueve en su asiento.
-A menudo habla en exceso.
-A menudo tiene dificultades para guardar turno.
-A menudo interrumpe o se inmiscuye en actividades de otros.

A menudo me pregunto si los especialistas que redactan esta guía han visto alguna vez un niño vivo, porque todos esos comportamientos son propios de los chicos en algún momen­to, salvo que estén dominados por el miedo, la vergüenza, la amenaza de un castigo o un psicofármaco poderoso. Tal vez crean que son normales las niñitas obedientes, maquilladas, con tacos altos y disfraz de puta que se exhiben en los Esta­dos Unidos en concursos de belleza infantiles, ya que de esa patología el DSM no dice nada.

A este chico que no salió de jardín de infantes y ya se le exige que se quede quieto en su asiento y no mueva dema­siado los pies y las manos, nadie le preguntó como es su vida. Para la escuela el problema se reduce a él y su actitud tensa y ansiosa, y a cómo medicarlo para que se quede quieto y obedezca las órdenes.

Pero yo si pregunté el primer día que lo vi, a sus cuatro años. Estaba sentado con expresión vivaz, examinando todo el consultorio con sus ojos negros y contestó a todas mis pre­guntas con claridad y precisión sorprendentes. Entre otras cosas me dijo que quería a su hermanita y a su mamá, y que su papá era un poco malo. Después me preguntó si podía di­bujar. Le di lápices y papel y durante quince minutos estuvo trazando unos intrincados monigotes de colores espléndida­mente combinados. Parecía absorto en lo que hacía, pero de vez en cuando acotaba comentarios agudos y certeros a lo que decía la madre. Su atención no sólo no era deficitaria, sino que estaba alerta a todo lo que ocurría a su alrededor y a la vez seguía concentrado en su dibujo.

Más tarde, a solas con la madre, pregunté por la historia familiar. Describió un escenario tortuoso: ella es adicta a un opiáceo y pasa semidormida en la cama la mayor parte del día. A duras penas puede ocuparse de alimentar y llevar a sus hijos al colegio. El marido abandonó la casa hace dos años, no sin antes balear en una pierna a un novio circunstancial que ella tenía, en presencia de los hijos. Vuelve esporádicamente para darle una paliza a ella y para "poner en vereda" al chico, que llora cuando lo ve y se niega a jugar con él. Vivían y si­guen viviendo en casas prestadas durante temporadas cortas, porque siempre hay conflictos entre la madre y quienes les dan amparo. No necesito abundar sobre otras desgracias de esa pequeña vida, como su miserable situación económica, la mala alimentación, la falta de útiles para el colegio y los días en que no va a la escuela porque la madre no se despierta a tiempo. Lo que necesita para poder quedarse quieto y escu­char a la maestra es que alguien lo escuche a él y lo proteja contra la violencia del padre, el abandono de la madre y la desdicha presente y futura de su existencia. Pero amordazarlo y aquietarlo con una droga química es la solución fácil y rápi­da que el mercado farmacéutico ofrece, la institución favorece y los padres aceptan como inevitable.

La pasión por usar términos médicos y aventurar diagnósticos es uno de los grandes deportes nacionales. Lo practican los políticos para agredir a sus rivales y los periodistas para darles un barniz de objetividad a sus opiniones.

Es probable que nuestro interés psicologista tenga su lado bueno, ya que hasta el argentino menos informado es capaz de opinar sobre enfermedades mentales y está siempre listo para atribuírselas a su prójimo, lo que podría llevar a la detección temprana de problemas importantes de los hijos de sus veci­nos o sus amigos. Pero esta actividad tiene el inconveniente de los falsos positivos: como un colador de trama fina, coloca del lado de la patología a demasiados chicos perfectamente sanos. Esto no sería grave si sólo se tratara de padres e hi­jos perdiendo el tiempo en salas de espera en lugar de estar jugando a la pelota en la plaza. Lo perjudicial es el efecto rotulador indeleble de esas especulaciones lanzadas a la ligera, que no es posible olvidar con facilidad aunque finalmente se descarte el diagnóstico. Hay que tener en cuenta que la pala­bra de una psicopedagoga, una psicóloga, una maestra o un médico puede tener una gravitación enorme sobre cualquiera, más aún si el destinatario es una persona poco habituada a tratar con esos profesionales.

Con demasiada frecuencia, quienes aventuran hipótesis inquietantes sobre presuntos trastornos psiquiátricos o neurológicos de los chicos no tienen la formación necesaria para hacerlo, ni para percibir qué hay detrás de lo que el niño muestra en la escuela. Es lamentable, porque estando en la posición privilegiada que tienen para hacerlo, pierden la oportunidad de ayudarlos a resolver sus problemas y en su lugar les crean varios nuevos.

Las maestras y directoras de escuela,  por su frecuente  contacto con chicos problemáticos, tienen siempre a mano una etiqueta rápida para hacer callar a padres demasiado exigentes o alarmar a los que niegan las dificultades de sus hijos.

"Acá pensamos que Matías es autista", le descerrajó la directora de una escuela tradicional a la madre de un chico de cuatro años que tiene evidentes problemas de relación. Un año antes y con suma delicadeza, yo les había aconsejado a los padres que le hicieran un psicodiagnóstico para que un profesional determinara si era necesario darle un apoyo pe­dagógico, iniciar un tratamiento o simplemente orientar a los padres antes de ingresar al último ciclo de jardín de infantes. El chico no tiene las conductas que definen al autismo, pero no hace falta ser un especialista para percibir que algo está muy desequilibrado en él. Por su forma de relacionarse con otros chicos se encuentra cada día más aislado, y avanza con mucho retraso en el aprendizaje. Para saber qué le pasa y cómo ayudarlo es imprescindible la opinión de un psicólogo o un psiquiatra. Los clínicos no estamos capacitados para hacerlo, y tampoco una directora de escuela.

Los padres, afectados de una cultura hippie recalentada, recelan a priori de todos los médicos y confían en cualquier cosa que huela a alternativo. Desecharon mi indicación, y en lugar de pedir una consulta en un servicio de psicopatología infantil decidieron tratarlo con terapias que al cabo de un año no habían dado ningún resultado. En rigor, Matías estaba peor: seguía pateando y escupiendo a sus compañeros en los recreos, jugaba solo en un rincón y en sus frecuentes crisis de ira violenta rompía sus juguetes, gritaba maldiciones y se golpeaba la cabeza contra la pared.

Es fácil imaginarse lo complicado que es para la escuela un chico así, y la irritación que habrán sentido las autoridades y las maestras cuando, en lugar de ocuparse en serio del pro­blema, los padres les hablaron primero de terapias posturales, yoga, reiki y labor-terapia, y más tarde, ante la completa inefi­cacia de estos recursos se internaron llenos de esperanza en la zona de la gemoterapia, la cromoterapia, las constelaciones familiares y la pintura de mandalas. Es probable que todas esas terapias fueran muy positivas para Matías (sobre todo la pintura de mandalas), pero era crucial encuadrarlas en un tratamiento bien fundado y dirigido, basado en un diagnóstico y un pronóstico, aunque fuera tentativo.

Es entendible que la directora se impacientara frente a esos padres obstinados en su negación. Seguramente lan­zó a la ligera su diagnóstico como un ataque oblicuo contra ellos. Pero si su intención era hacerlos tomar conciencia del problema, le salió el tiro por la culata: ante la arbitrariedad del planteo, se encapsularon en su sistema de creencias y cambiaron a Matías de escuela, donde su conducta empeoró y, como era de esperar, se reprodujeron con más gravedad los problemas con las autoridades.

Ante la sugerencia de que un chico tal vez tenga pro­blemas psicológicos que merezcan una consulta para tener datos objetivos, las reacciones de los padres suelen ser de un extremismo binario.

Los hipocondríacos entran en un estado de alarma exa­gerada que los pone a funcionar en rueda libre y les impide actuar en una forma efectiva. Los narcisistas, preocupados por preservar su propio ego más que por la salud de su hijo, se refugian en una negación absoluta y responsabilizanjil mundo de todo lo que le pasa: "Nosotros lo vemos muy bien. Lo que pasa es que la maestra no le da la atención que él ne­cesita (o los compañeritos lo rechazan, o el hermano no le da bolilla, o la niñera no lo mima lo suficiente, o los abuelos lo miman demasiado)".

En el esfuerzo por desentenderse de lo que sienten como un atentado intolerable contra su narcisismo, lanzan a su alrededor como armas arrojadizas reproches, acusaciones y de­mandas que cumplen con su verdadero objetivo: postergar el mayor tiempo posible la consulta con la esperanza de que todo sea un mal sueño y con el tiempo el nene se repare solo, como esas radios que se arreglan sin que nadie las toque, después de meses de sintonizar mal.

Por el bien del chico el especialista tendrá la difícil ta­rea de perforar el delgado cascarón de los ansiosos o el rígi­do muro de los egocéntricos con instrumental muy fino para evitar una huida como la que emprendieron los padres de Matías, terminando de aislarlo de cualquier posibilidad de diagnóstico y tratamiento.

Todas las personas con responsabilidad sobre la salud deberían comprender que también existe la iatrogenia verbal: cada palabra puede tener el significado de un arma, en especial si se refiere a un chico.

Hasta la información masiva y permanente sobre enfer­medades y tratamientos que difunde la prensa puede ejercer efectos adversos sobre los padres, porque los pone en una actitud de observación paranoica sobre sus hijos y los invita a usar con liviandad términos técnicos sin tener los conoci­mientos necesarios. Autismo, déficit generalizado de desarro­llo, trastorno por déficit de atención con hiperactividad, son expresiones que salen con inaudita facilidad de sus labios para rotular a los hijos ajenos y a los propios.

A la vez, es llamativo que pese a su vocación por la medi­cina tantos padres descuiden cuestiones básicas de las que dependen en forma directa la salud mental y física de los chicos. Las horas de inmovilidad frente a un televisor y la mala alimentación son dos daños cotidianos que les infligen con total despreocupación.

Dejan que accidentes, asaltos, guerras, sangre, peleas, asesinatos, relatos morbosos de muertes, películas de terror y todo el material siniestro que ocupa en forma mayoritaria las emisiones de TV invadan la psique de sus hijos, donde provocan manifestaciones que son motivo de consulta a pe­diatras y psicólogos.

Podría afirmar sin temor a exagerar que todos los chi­cos que atiendo por insomnio, pesadillas, ansiedad, terro­res y dificultad para dormir pasan varias horas diarias frente al televisor, solos o en compañía de adultos. Su clásico uso como niñera para que los chicos no molesten no es el único problema: también se considera natural que absorban esos estímulos mientras comen, estudian o duermen, lo que no es raro si se tiene en cuenta que los adultos también lo creen normal para sí mismos. El perjuicio sobre ellos se manifiesta en sopor intelectual y emocional, algo que deriva en diversos matices de embrutecimiento; pero sobre los chicos el efecto es mucho más pernicioso por su incapacidad de procesar de modo racional información tan truculenta.

La escena usual de una familia durante la cena es un grupo de personas masticando sin registrar lo que come, con la vista clavada en el televisor. Tan común es esa rutina que a muchas personas les parece una excentricidad comer sin mirar televisión. "Claro, es que ustedes son intelectuales", me dijo sin ninguna ironía un colega cuando buscó con la mirada el aparato de televisión frente a mi mesa y no lo encontró.

Otro tanto ocurre con el sueño: lo habitual para chicos y grandes es quedarse dormidos mirando lo que denominan cualquier cosa. Cuando se les pregunta por qué lo hacen, la respuesta invariable es "para desenchufarme". Y con esa intención hacen zapping entre fragmentos de largometrajes, documentales, noticieros, recitales y programas políticos hasta que su conciencia se nubla y se apaga pese al fragor y el estímulo lumínico de la pantalla. No es infrecuente que a la madrugada los despierten los tiros de una película de acción o los alaridos de una de terror.

No parece posible desenchufarse si la corteza cerebral se excita en el momento en que debería apagarse para descansar.  Por otro lado, llegar al sueño por puro agotamiento nervioso, sin registrar la sensación de deslizarse en la inconsciencia, consolida una necesidad que para millones de personas ya es irreversible: tomar un somnífero para lograr lo que debería ser una función natural (…)



BONUS TRACK: algo tan simple, algo tan complicado...


Por Sergio Britos (licenciado en Nutrición, Director de CEPEA y profesor asociado de la Escuela de Nutrición-UBA). Clarín 16/09/17.

La nutrición de los niños argentinos está atravesada por la malnutrición y una dieta poco saludable. Alrededor de 3 millones de niños menores de 12 años comparten un escenario de sobrepeso, excesos en algunos nutrientes (azúcares o sodio) y déficit en otros (calcio, fibra, vitaminas A o C).

Los hábitos poco saludables se manifiestan principalmente en desayunos sin lácteos (yogur, leche, queso), consumos muy bajos de verduras, frutas y cereales y por el contrario, altos en bebidas azucaradas y panificados o derivados de harinas muy refinadas. Esta imagen de dieta no distingue niveles socioeconómicos, ni geografías. El origen de los excesos y faltantes dietarios es muy similar entre todos y se instala en el mismo momento: a muy temprana edad.

Los efectos de la malnutrición y de los hábitos poco saludables se suelen ver reflejados en fracasos escolares, menor inserción y productividad laboral o enfermedades tempranas, condiciones que se traducen a largo plazo en años de vida saludable perdidos.

Hoy en día, a partir de diferentes estudios y en puntos de PBI (3%) proyectados en Argentina, el costo económico de la malnutrición puede significar alrededor de U$S 15.000 millones anuales. A modo comparativo, en 2016 se estimaba que un programa nacional de alimentación escolar saludable tenía un presupuesto no mayor a un 10% (de aquel monto). En el largo plazo, adoptar hábitos saludables -como un buen desayuno y frutas en la escuela- es 21 veces más barato que tratar las complicaciones del sobrepeso.

Los hábitos alimentarios relevantes no son más de diez. En primera instancia, la lactancia materna y los alimentos de buena calidad nutricional en los primeros dos años de vida. Asimismo, el desayuno con un lácteo y otros dos en el transcurso del día, y sumar tres frutas.

Además, hay que comenzar desde el primer cumpleaños a educar el gusto por verduras variadas, comidas poco saladas y agua; como así también reconocer las señales de saciedad y el tamaño de las porciones. Desde el embarazo, pasando por los pediatras y terminando en los maestros, hay que empoderar a las familias para llevar a cabo estas diez prácticas.

El Estado debe organizar la alimentación escolar como un espacio de formación de hábitos. Los padres deben saber y discutir qué comen sus hijos en las escuelas. Además, los chicos deben aprender desde pequeños a ser consumidores responsables. Lo aprendido en la escuela es esencial y fundamental para su formación, ya que trasciende y perdura toda la vida. Recientemente en Argentina, se actualizaron las guías alimentarias, un conjunto de mensajes, basados en evidencia científica y que conducen hacia una alimentación saludable. Las mismas deben estar presentes en todas las escuelas y ser el instrumento que oriente la alimentación escolar y los contenidos educativos.


La educación alimentaria-nutricional debe promover conductas y permitir que los niños reflexionen sobre los hábitos y valores asociados a ellos. Debe rodearse de un entorno coherente: maestros que tomen agua y coman frutas, escuelas que tengan bebederos en funcionamiento, comida saludable en el comedor y si hay kioscos, que la oferta de alimentos de buena calidad nutricional sea suficiente, bien visible y económicamente accesible.

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