Solamente un argentino apasionado-delirante del fútbol y un ser sensible puede comprender y expresar de esta manera el dolor que siente un fanático por el descenso de su equipo. Intelectuales, iluministas, cerebrales, ignorantes y caretas, abstenerse. En esta cuestión, quedan ridículamente afuera. Hay que saber demasiado de fútbol y de pasiones para escribir esto. Y Uds. nunca podrán comprender tantas verdades juntas. Lo lamento. Horanosaurus.
¿Ahora nos tocará a los "rojos" saber perder?
Una idea insoportable. Así sentía la posibilidad de una
derrota el autor, cuya novela más conocida fue la base para la película “El
secreto de sus ojos”. Hincha fiel de Independiente, hoy se pregunta sobre el
dolor y la nobleza que son necesarios cuando se lleva la camiseta. Clarín
Sábado 27.04.13. Por Eduardo Sacheri, escritor. Entre sus libros destacan
"La pregunta de sus ojos" y “Esperándolo a Tito".
Bebé diablo. De Independiente antes de saber hablar. Esa es la pasión que le transmitió Eduardo Sacheri a su hijo. Hoy, ante la posibilidad del descenso, ambos reflexionan sobre la “grandeza” de los clubes grandes -- ¿Pura casualidad? El padre, escéptico, mira a cámara. El hijo, aún optimista, a la luz.
"Saber perder. Ese es el título de una hermosa novela del español David Trueba que publicó Anagrama. Pero son también dos palabras esenciales de uno de los muchos refranes que me enseñó mi abuelita Nelly. “Hay que saber perder: que ganar, cualquiera sabe”. A los seis, a los ocho años, yo era un tanto colérico en mis reacciones (espero haberme moderado con el tiempo). Y mi abuela trataba de enseñarme a domesticar la angustia y la frustración que me producía el hecho de perder.
Yo entendía sus argumentos, pero puesto en la situación de la derrota, me costaba mucho comportarme. La rabia, la desilusión, la imposibilidad de aceptar el fracaso, se me subían a los ojos en lágrimas furiosas, o en silencios hoscos de puños apretados. Para el caso, daba lo mismo la materia de la derrota. Podía ser un partido de fútbol en la vereda, una lucha cuerpo a cuerpo con mi hermano mayor o una escoba del quince. Pero perder me resultaba insoportable.
Y ahí estaba mi abuela, con su santa paciencia, domesticando mi apasionada e inútil rebeldía. Con los años me fui calmando. ¿Habrá sido porque maduré o porque, a medida que transcurre la vida, las derrotas son tantas que uno termina por acostumbrarse?
Los que somos hinchas –muy hinchas– de un equipo de fútbol tenemos, en ese amor, una involuntaria y perpetua escuela para aprender a perder. Es verdad que no todos los clubes pierden con idéntica frecuencia. Pero a todos les ha ocurrido esto de atravesar épocas tenebrosas. Algunos antes, otros después, todos los hinchas atraviesan por períodos en los que las derrotas no solo abundan, sino que se repiten hasta el hartazgo. Como le sucede, en estos últimos años, a mi querido Club Atlético Independiente.
El del fútbol es un dolor profundo pero culposo. Me duele lo que sucede a mi club de fútbol, pero me da mucha culpa que me duela tanto. Porque en el mundo ocurren, todos los días, tragedias descomunales. Guerras, hambrunas, atentados, desastres naturales, injusticias y violencias de todo tipo. Y millones de prójimos sufren en consecuencia. Y yo, tan campante, me permito sufrir por un equipo de fútbol. Bien mirado –o mal mirado– da vergüenza. Pero no lo puedo evitar. Y como no lo puedo evitar, la vergüenza es todavía mayor.
Claro que, mientras uno le formula esas objeciones morales al dolor, las derrotas se siguen encadenando, y la posibilidad del descenso al Nacional B se vuelve una alternativa concreta, tal vez inminente. Y la angustia crece, por supuesto. En la Argentina los hinchas tendemos a identificar el descenso con una afrenta a nuestra virilidad. Sobre todo si somos hinchas de un equipo de los llamados “grandes”. En el caso de Independiente, además, hay una decepción adicional.
Luego de algunas décadas de logros espléndidos (sobre todo la de 1970), nos hemos ido hundiendo en una medianía y una intrascendencia crecientes. Los hinchas oscilamos entre el despecho, la nostalgia, una ingenua rebeldía. Y los años han ido pasando, y las administraciones fraudulentas que se apoderaron del club también. Y una institución que supo ser modelo de honestidad y coherencia padece, décadas después, el azote del endeudamiento atroz, el desmantelamiento de sus divisiones inferiores, la alegría a medias de un estadio nuevo pero sin terminar. La actual dirigencia del club se hizo cargo a fines de 2011, con el club en llamas. Y aunque me parece necio achacarle la responsabilidad del incendio al pobre pelotón de bomberos que intenta, lo mejor que puede, contener el desastre, creo que mi opinión es minoritaria.
En la sucesión de derrotas, en el riesgo inminente de descenso, muchos hinchas se la agarran con el que tienen más a mano. Es que el fútbol y la paciencia hace mucho que parecen enemigos.
Y yo, mientras tanto, con toda la tristeza que me provoca este presente de mi equipo, con todo el pudor que me genera, a la vez, sentir esa tristeza, aprendo. Como me sugería mi abuelita. Es una verdad de Perogrullo (pero verdad, al fin y al cabo) que uno aprende de sus derrotas, y no de sus victorias. Los triunfos no nos exigen otra cosa que abandonarnos a la alegría. Y eso hacemos. Son las derrotas las que nos interpelan para encontrar los porqués. En el fútbol, y en esferas de la vida mucho más importantes que el fútbol.
¿O acaso, cuando alguien se enamora de nosotros, perdemos el tiempo preguntándonos por qué se han enamorado? No. Nada de eso. Con la autoestima por las nubes, disfrutamos nuestra victoria. Las preguntas aparecerán después, si alguien deja de amarnos. Entonces sí. Entonces sí dedicaremos las horas o los años a interrogarnos acerca de los motivos.
En estos meses en los que Independiente se hunde en la peor temporada de su historia, también estoy aprendiendo sobre la catadura moral de algunas de las personas que me rodean. Me enternece, más allá del pudor que me provoca, toda la gente que se preocupa por mi salud física y mi estabilidad emocional. Los que le preguntan a mi mujer (con esos cuidados que uno le dedica a los convalecientes)
“¿Y Eduardo cómo está?”. Aunque me dé mucha vergüenza pensar en que me estoy portando como un chiquilín, entristeciéndome por un club de fútbol, es grato saber que quienes nos quieren bien están atentos a lo que nos importa. Y también, aunque me pese, la profunda desilusión que me provocan otros, que disfrutan tanto la desgracia ajena que no pueden ocultar, en el brillo de los ojos, en la petulancia del comentario, que están felicísimos con lo que le sucede a mi equipo, y que han estado años preparándose para esto.
Sinceridad brutal y mezquina, pero siempre bienvenida. Si mi abuelita viviese, me encantaría charlar sobre esto. Enmendar en parte su refrán, en esa parte de “ganar, cualquiera sabe”. No es cierto.
Así como hay malos perdedores hay pésimos ganadores. En el fútbol y fuera del fútbol. Gente desbordada de resentimiento, incapaz de ver lo que hay de sí en los otros. Pero mejor regresar al asunto.
A lo largo de toda esta temporada, que se inició en agosto de 2012, vengo reflexionando sobre lo que le sucede a Independiente. Por fortuna no lo hago a solas. Tengo la fortuna enorme de poder hacerlo con mi hijo, que con toda su adolescencia a cuestas, y el mismo amor por el club, me convoca una y otra vez a que charlemos, a que polemicemos, a que entendamos. Y vamos y venimos en nuestros debates. Un día discutimos sobre en qué consiste la tan mentada “grandeza” de los clubes grandes. Otro, sobre si el presidente Javier Cantero estuvo bien o estuvo mal en enfrentar a los criminales de la barra brava. Otro acerca de tal o cual jugador: si sabe, si no sabe, si se esmera, si se deja estar, si le importa lo que está pasando. Otro, haciendo malabares matemáticos para saber cuántas chances nos quedan para mantenernos en Primera.
Los dos amamos profundamente al club, pero tenemos actitudes distintas. No sé si son producto de nuestro temperamento o de la historia que nos ha tocado a cada cual. Yo pertenezco (y no me enorgullezco de esa pertenencia) al bando de los pesimistas. Es usual que la desconfianza y el temor tiñan mi modo de mirar el futuro. Y mi hijo es todo lo contrario: enarbola un optimismo sin fisuras.
Comenzó la temporada, como siempre, suponiéndonos campeones. A medida que el horizonte se fue oscureciendo moderó parcialmente esas convicciones. Pero solo a medias. Sigue convencido de que Independiente tiene grandes posibilidades de permanecer en Primera División. Y yo, como padre, dudo. No sé si dejarlo en paz con su optimismo o intentar precaverlo de lo que puede ocurrir. Algunos días pienso que mejor lo dejo confiar. Si las cosas terminan mal, por lo menos se habrá ahorrado unos cuantos meses de tristeza. Otras veces me digo que es mejor hacerle ver los riesgos, para que la potencial desilusión no sea tan abrupta, y que la mala noticia no le cale tan hondo.
De todos modos, mientras hablamos, mientras vamos a cada partido que juega Independiente en Avellaneda, aprendemos. No sé si aprendemos a perder, como quería mi abuela y su bisabuela. Quiero creer que sí.
A nuestro alrededor, en la cancha, se multiplican actitudes diversas. Están los que cantan y alientan durante todo el partido, indiferentes al resultado y a las chambonadas de los jugadores. Están los que callan, reconcentrados, y sufren en silencio. Están los iracundos, que al primer contratiempo empiezan a insultar, rojos de ira, a jugadores, cuerpo técnico, dirigentes, númenes protectores y constelaciones astronómicas. Y están los que viran de rato en rato, de una actitud a la otra, con los vaivenes del partido o de sus tripas. Dónde radica la grandeza, nos preguntamos con mi hijo, cada vez que volvemos de Avellaneda cabizbajos, con la canasta llena. Cuando los jugadores no consiguen hilvanar tres pases seguidos a un compañero. Cuando equipos que siempre se consideraron “chicos” nos derrotan sin demasiado esfuerzo. Pero seguimos aprendiendo, como quería mi abuela. No tanto por las respuestas, sino por la mera reiteración de las preguntas.
¿Por qué nos duele? ¿Qué es lo que nos entristece? ¿Qué representa, en nuestra vida, a fin de cuentas, el Club Atlético Independiente? ¿Por qué nos conmueve esa camiseta? Y por detrás de las preguntas, la enorme paradoja: millones de personas, hinchas de un club, pendientes de lo que hagan en la cancha once muchachos que no necesariamente son hinchas de ese club. Por supuesto, son profesionales. Trabajan de eso. Hoy juegan aquí y mañana en otro lado. Hoy tienen puesta mi camiseta, y mañana, si te he visto, no me acuerdo.
En el fútbol profesional los únicos amateurs somos los hinchas, y algunos dirigentes honestos. Y ahí, en medio del negocio, la camiseta. Roja para mi hijo y para mí. Pero de tantos colores como clubes hay en nuestro fútbol.
¿Vale la pena sufrir por algo así? Depende. Nosotros no jugamos, aunque sí nos puede tocar perder.
No está en nuestras manos decidir el qué. Pero sí es asunto nuestro definir el cómo. Ni la dignidad, ni la nobleza, ni la tolerancia, ni la fidelidad, ni la entereza, se ejercen en abstracto. Y si el amor por un club de fútbol nos permite plasmar esos valores y edificar esas virtudes, bienvenido sea. Me parece que los símbolos no valen tanto por lo que son, sino por lo que nos permiten ser".
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Bebé diablo. De Independiente antes de saber hablar. Esa es la pasión que le transmitió Eduardo Sacheri a su hijo. Hoy, ante la posibilidad del descenso, ambos reflexionan sobre la “grandeza” de los clubes grandes -- ¿Pura casualidad? El padre, escéptico, mira a cámara. El hijo, aún optimista, a la luz.
"Saber perder. Ese es el título de una hermosa novela del español David Trueba que publicó Anagrama. Pero son también dos palabras esenciales de uno de los muchos refranes que me enseñó mi abuelita Nelly. “Hay que saber perder: que ganar, cualquiera sabe”. A los seis, a los ocho años, yo era un tanto colérico en mis reacciones (espero haberme moderado con el tiempo). Y mi abuela trataba de enseñarme a domesticar la angustia y la frustración que me producía el hecho de perder.
Yo entendía sus argumentos, pero puesto en la situación de la derrota, me costaba mucho comportarme. La rabia, la desilusión, la imposibilidad de aceptar el fracaso, se me subían a los ojos en lágrimas furiosas, o en silencios hoscos de puños apretados. Para el caso, daba lo mismo la materia de la derrota. Podía ser un partido de fútbol en la vereda, una lucha cuerpo a cuerpo con mi hermano mayor o una escoba del quince. Pero perder me resultaba insoportable.
Y ahí estaba mi abuela, con su santa paciencia, domesticando mi apasionada e inútil rebeldía. Con los años me fui calmando. ¿Habrá sido porque maduré o porque, a medida que transcurre la vida, las derrotas son tantas que uno termina por acostumbrarse?
Los que somos hinchas –muy hinchas– de un equipo de fútbol tenemos, en ese amor, una involuntaria y perpetua escuela para aprender a perder. Es verdad que no todos los clubes pierden con idéntica frecuencia. Pero a todos les ha ocurrido esto de atravesar épocas tenebrosas. Algunos antes, otros después, todos los hinchas atraviesan por períodos en los que las derrotas no solo abundan, sino que se repiten hasta el hartazgo. Como le sucede, en estos últimos años, a mi querido Club Atlético Independiente.
El del fútbol es un dolor profundo pero culposo. Me duele lo que sucede a mi club de fútbol, pero me da mucha culpa que me duela tanto. Porque en el mundo ocurren, todos los días, tragedias descomunales. Guerras, hambrunas, atentados, desastres naturales, injusticias y violencias de todo tipo. Y millones de prójimos sufren en consecuencia. Y yo, tan campante, me permito sufrir por un equipo de fútbol. Bien mirado –o mal mirado– da vergüenza. Pero no lo puedo evitar. Y como no lo puedo evitar, la vergüenza es todavía mayor.
Claro que, mientras uno le formula esas objeciones morales al dolor, las derrotas se siguen encadenando, y la posibilidad del descenso al Nacional B se vuelve una alternativa concreta, tal vez inminente. Y la angustia crece, por supuesto. En la Argentina los hinchas tendemos a identificar el descenso con una afrenta a nuestra virilidad. Sobre todo si somos hinchas de un equipo de los llamados “grandes”. En el caso de Independiente, además, hay una decepción adicional.
Luego de algunas décadas de logros espléndidos (sobre todo la de 1970), nos hemos ido hundiendo en una medianía y una intrascendencia crecientes. Los hinchas oscilamos entre el despecho, la nostalgia, una ingenua rebeldía. Y los años han ido pasando, y las administraciones fraudulentas que se apoderaron del club también. Y una institución que supo ser modelo de honestidad y coherencia padece, décadas después, el azote del endeudamiento atroz, el desmantelamiento de sus divisiones inferiores, la alegría a medias de un estadio nuevo pero sin terminar. La actual dirigencia del club se hizo cargo a fines de 2011, con el club en llamas. Y aunque me parece necio achacarle la responsabilidad del incendio al pobre pelotón de bomberos que intenta, lo mejor que puede, contener el desastre, creo que mi opinión es minoritaria.
En la sucesión de derrotas, en el riesgo inminente de descenso, muchos hinchas se la agarran con el que tienen más a mano. Es que el fútbol y la paciencia hace mucho que parecen enemigos.
Y yo, mientras tanto, con toda la tristeza que me provoca este presente de mi equipo, con todo el pudor que me genera, a la vez, sentir esa tristeza, aprendo. Como me sugería mi abuelita. Es una verdad de Perogrullo (pero verdad, al fin y al cabo) que uno aprende de sus derrotas, y no de sus victorias. Los triunfos no nos exigen otra cosa que abandonarnos a la alegría. Y eso hacemos. Son las derrotas las que nos interpelan para encontrar los porqués. En el fútbol, y en esferas de la vida mucho más importantes que el fútbol.
¿O acaso, cuando alguien se enamora de nosotros, perdemos el tiempo preguntándonos por qué se han enamorado? No. Nada de eso. Con la autoestima por las nubes, disfrutamos nuestra victoria. Las preguntas aparecerán después, si alguien deja de amarnos. Entonces sí. Entonces sí dedicaremos las horas o los años a interrogarnos acerca de los motivos.
En estos meses en los que Independiente se hunde en la peor temporada de su historia, también estoy aprendiendo sobre la catadura moral de algunas de las personas que me rodean. Me enternece, más allá del pudor que me provoca, toda la gente que se preocupa por mi salud física y mi estabilidad emocional. Los que le preguntan a mi mujer (con esos cuidados que uno le dedica a los convalecientes)
“¿Y Eduardo cómo está?”. Aunque me dé mucha vergüenza pensar en que me estoy portando como un chiquilín, entristeciéndome por un club de fútbol, es grato saber que quienes nos quieren bien están atentos a lo que nos importa. Y también, aunque me pese, la profunda desilusión que me provocan otros, que disfrutan tanto la desgracia ajena que no pueden ocultar, en el brillo de los ojos, en la petulancia del comentario, que están felicísimos con lo que le sucede a mi equipo, y que han estado años preparándose para esto.
Sinceridad brutal y mezquina, pero siempre bienvenida. Si mi abuelita viviese, me encantaría charlar sobre esto. Enmendar en parte su refrán, en esa parte de “ganar, cualquiera sabe”. No es cierto.
Así como hay malos perdedores hay pésimos ganadores. En el fútbol y fuera del fútbol. Gente desbordada de resentimiento, incapaz de ver lo que hay de sí en los otros. Pero mejor regresar al asunto.
A lo largo de toda esta temporada, que se inició en agosto de 2012, vengo reflexionando sobre lo que le sucede a Independiente. Por fortuna no lo hago a solas. Tengo la fortuna enorme de poder hacerlo con mi hijo, que con toda su adolescencia a cuestas, y el mismo amor por el club, me convoca una y otra vez a que charlemos, a que polemicemos, a que entendamos. Y vamos y venimos en nuestros debates. Un día discutimos sobre en qué consiste la tan mentada “grandeza” de los clubes grandes. Otro, sobre si el presidente Javier Cantero estuvo bien o estuvo mal en enfrentar a los criminales de la barra brava. Otro acerca de tal o cual jugador: si sabe, si no sabe, si se esmera, si se deja estar, si le importa lo que está pasando. Otro, haciendo malabares matemáticos para saber cuántas chances nos quedan para mantenernos en Primera.
Los dos amamos profundamente al club, pero tenemos actitudes distintas. No sé si son producto de nuestro temperamento o de la historia que nos ha tocado a cada cual. Yo pertenezco (y no me enorgullezco de esa pertenencia) al bando de los pesimistas. Es usual que la desconfianza y el temor tiñan mi modo de mirar el futuro. Y mi hijo es todo lo contrario: enarbola un optimismo sin fisuras.
Comenzó la temporada, como siempre, suponiéndonos campeones. A medida que el horizonte se fue oscureciendo moderó parcialmente esas convicciones. Pero solo a medias. Sigue convencido de que Independiente tiene grandes posibilidades de permanecer en Primera División. Y yo, como padre, dudo. No sé si dejarlo en paz con su optimismo o intentar precaverlo de lo que puede ocurrir. Algunos días pienso que mejor lo dejo confiar. Si las cosas terminan mal, por lo menos se habrá ahorrado unos cuantos meses de tristeza. Otras veces me digo que es mejor hacerle ver los riesgos, para que la potencial desilusión no sea tan abrupta, y que la mala noticia no le cale tan hondo.
De todos modos, mientras hablamos, mientras vamos a cada partido que juega Independiente en Avellaneda, aprendemos. No sé si aprendemos a perder, como quería mi abuela y su bisabuela. Quiero creer que sí.
A nuestro alrededor, en la cancha, se multiplican actitudes diversas. Están los que cantan y alientan durante todo el partido, indiferentes al resultado y a las chambonadas de los jugadores. Están los que callan, reconcentrados, y sufren en silencio. Están los iracundos, que al primer contratiempo empiezan a insultar, rojos de ira, a jugadores, cuerpo técnico, dirigentes, númenes protectores y constelaciones astronómicas. Y están los que viran de rato en rato, de una actitud a la otra, con los vaivenes del partido o de sus tripas. Dónde radica la grandeza, nos preguntamos con mi hijo, cada vez que volvemos de Avellaneda cabizbajos, con la canasta llena. Cuando los jugadores no consiguen hilvanar tres pases seguidos a un compañero. Cuando equipos que siempre se consideraron “chicos” nos derrotan sin demasiado esfuerzo. Pero seguimos aprendiendo, como quería mi abuela. No tanto por las respuestas, sino por la mera reiteración de las preguntas.
¿Por qué nos duele? ¿Qué es lo que nos entristece? ¿Qué representa, en nuestra vida, a fin de cuentas, el Club Atlético Independiente? ¿Por qué nos conmueve esa camiseta? Y por detrás de las preguntas, la enorme paradoja: millones de personas, hinchas de un club, pendientes de lo que hagan en la cancha once muchachos que no necesariamente son hinchas de ese club. Por supuesto, son profesionales. Trabajan de eso. Hoy juegan aquí y mañana en otro lado. Hoy tienen puesta mi camiseta, y mañana, si te he visto, no me acuerdo.
En el fútbol profesional los únicos amateurs somos los hinchas, y algunos dirigentes honestos. Y ahí, en medio del negocio, la camiseta. Roja para mi hijo y para mí. Pero de tantos colores como clubes hay en nuestro fútbol.
¿Vale la pena sufrir por algo así? Depende. Nosotros no jugamos, aunque sí nos puede tocar perder.
No está en nuestras manos decidir el qué. Pero sí es asunto nuestro definir el cómo. Ni la dignidad, ni la nobleza, ni la tolerancia, ni la fidelidad, ni la entereza, se ejercen en abstracto. Y si el amor por un club de fútbol nos permite plasmar esos valores y edificar esas virtudes, bienvenido sea. Me parece que los símbolos no valen tanto por lo que son, sino por lo que nos permiten ser".
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