Esta
serie que se me ocurrió titular “Reflexiones psico” es un intento de
describir ciertos tics, sentimientos y sensaciones, que normalmente no converso
con casi ningún afecto cercano. Porque están en otra, no me escuchan, son muy
densos o no les interesa. No importa porqué.
Para
un tipo tímido como yo es difícil también exponerse en un blog porque me
siento examinado por miles de ojos. O sólo por dos, da lo mismo. Pero escribir
me alivia. También me da ánimo ver que se escriben millones de ridiculeces por
minuto en la web y que algunos no pueden siquiera expresarse con decencia.
Vamos para adelante. Ya admití que esto era una especie de diario virtual
post-adolecente y ya está fuera de moda usar cuadernos con pequeños candados.
La única preocupación que tengo es ajustar lo más estrictamente posible mis
percepciones.
Tampoco
debería autocensurarme para esquivar el ridículo porque -aunque Fixie no me
crea- no tengo ningún 'muerto en el placard' para declarar. Si hasta a veces me
parece que soy demasiado cuerdo. Si me averguenza un poco no mostrar mayores
profundidades filosóficas pero es lo que Dios y la genealogía me han provisto.
No se si es bueno o es malo aún: soy demasiado conciente de mis limitaciones.
Horanosaurus.
Reflexiones psico 3. "Peleando por causas perdidas"
Estaba pensando en detalles de mi
pasado que hoy se me ocurren graciosos viéndolos en perspectiva, pero que en su
momento me produjeron aislamiento y dolor.
Alguna vez me propuse –dándole
certeza a eso que “tragarse sapos” daña nuestra fisiología- no callarme
respuestas a las agresiones gratuitas de la gente. Un modo de defender mi
dignidad, un valor no negociable que me llevaré a la tumba. Y durante muchos
años fui un tipo de reaccionar fuerte ante cuanta injusticia se me cruzara por
delante. Todavía me dura bastante pero la experiencia me hizo balancear y
corregir algunas cosas.
Está visto que en este mundo
cruel quien tiene más poder que uno y está arriba, muy pocas veces tiene el
equilibrio necesario para ser justo y no ostentarlo contra el más débil.
Supongo que lo deben hacer para compensar su falta de valentía o de talento o
por algún complejo psicológico. Los más cobardes, suelen usar ese poder para
lastimarte si uno no demuestra sumisión.
Como nunca he intentado nada “por
izquierda” no tuve que ser obsecuente por contraprestación. Tampoco por
gusto personal, bah. Y nunca sabré bien los motivos pero cuando alguien osa
menoscabar mi dignidad con algún cuento, me sale de adentro un indio indomable y
avasallo a mi adversario con todos los argumentos a mano y la yugular hinchada.
Como suelen ser muy lógicos, gano dialécticamente, pero no mido las posibles
consecuencias.
También solía defender por
solidaridad -a costas de mi propia seguridad- las causas de gente que me rodeaba
y que consideraba estaba en inferioridad de condiciones ante quien la bastardeaba. Intentando poner blanco sobre
negro la idea con un ejemplo, me he peleado varias veces con algún jefe en el
trabajo por intentar salvar la honra de compañeros a los que basureaban,
desmerecían o ninguneaban. Recuerdo el caso de G.G. quien, después de haberle
enseñado largamente al “asesor” profesional-paracaidista J.D. (uno de esos
acomodados de la política que abundan en el Estado) sobre un tema de
comercialización de ganado, no fue tenido en cuenta cuando el organismo debió
enviar a un expositor para hablar del asunto en un seminario que se daba en una
universidad bonaerense. El jefe recompensó con la distinción a otro profesional-paracaidista
de segundo nivel, que sabía mucho menos.
Cuando me enteré de la injusticia y tuve la oportunidad de hablarle, ante la negativa del asesor a corregir la
medida, le tiré sobre su cara la bajeza de la decisión que tomaba. Y no
conforme, renuncié a seguir formando parte del equipo temático. Por una de esas
que tiene la vida, no tomó represalias sobre mi pero mi intransigencia me dejó
sin un trabajo técnicamente interesante y para el cual estaba bastante bien capacitado y
preparado. Fue para siempre porque, pasado el tiempo, no pude obtener las condiciones
y el poder de decisión que pretendía para retornar a algo que me gustaba.
Lo más triste es que mi compañero G.G. siguió colaborando con esos superiores
sin chistar. De tonto que soy, tardé un tiempo en advertir que nunca se había
sentido rebajado por ser apartado de esa misión, nunca bien reconocida. Lo tomó como algo natural o sencillamente fue sumiso. Muy posiblemente
quizás ni entendió bien porque me peleaba por él. Incluso, muchos años después
me traicionó contándole a otro superior que por diferencias de opinión
(específicamente no lograba sobreponerse a comentarios míos diferentes a su percepción sobre la actualidad
política del país y del organismo en que trabajamos), no quería más compartir
viajes de trabajo conmigo. Como si mi sinceridad y crítica lo asfixiara. Ni
siquiera tuvo agallas de hombre de resolver nuestras diferencias conversando
frente a frente. Terrible y definitoria decepción. No lo odio: solo le tengo
lástima y le retiré mi amistad.
La segunda arista de este relato de confesiones se concentra en algunos
reclamos que hice en diversas ocasiones contra corruptelas que advertía en los
organismos en los que trabajé, las dos veces
que fui elegido como delegado menor en los dos sindicatos donde estuve o estoy
afiliado. La idea no era sacar ninguna ventaja personal ni destacarme sino la inocente creencia que, siendo inobjetables mis denuncias, iba detrás de
una causa justa. Y que muchos estarían de acuerdo en destapar esas traiciones
que perjudicaban al conjunto.
Aquí también el tiempo me dejó descubrir en perspectiva una fotografía en la
cual aparecían todos mirándome sin comprender mis acciones: los corruptos
porque pensaban que una hormiguita les estaba haciendo cosquillas y empezaba a
molestarlos; los traicionados como yo, mis pares, no entendían como un loco
emprendía con tanta enjundia una de Don Quijote contra los poderosos.
Un detalle: fíjense que cuando castigan a alguien por “pasarse
de la raya” dentro de una organización o jerarquía cualquiera, sea persiguiendo un fin justo o cometiendo un error, la gente del grupo toma conciencia del peligro que ella misma corre y, por miedo,
aísla al compañero castigado, aunque tenga razones atenuantes.
Nadie suele solidarizarse con el rebelde. Me cansé de
experimentar esa amarga sensación. Pasados los años y cuando pasó el peligro y el tiempo hace las
cosas claras hasta para un ciego, podrá sumarse algún apoyo más.
Me vienen a la memoria dos hechos puntuales más. Una vez, habiendo analizando a
fondo el balance presentado por la comisión directiva de una filial de sindicato,
nos presentamos dos o tres compañeros del grupo en la asamblea que debía
tratarlo. Nuestras objeciones a ciertas guarangadas de fácil detección causaron
sorpresa en el auditorio pero no fueron obstáculo para que fuera aprobado por
unanimidad. El pequeño y díscolo grupo de trabajo se disolvió rápidamente
cuando le dispensaron ciertos pequeños privilegios a mis ex amigos para que se
callaran la boca. A mi no me hicieron falta: simplemente me aislaron.
El otro recuerdo fue una presentación formal, ante el ministro de turno, de la
lista de delegados triunfadora en las elecciones del gremio del organismo. Cada
uno iba presentándose ante el funcionario, expresando su opinión de la gestión
que ofrecía cada área representada y sus necesidades más urgentes. Todo
discurría amablemente en el Salón Gris. Incluso hasta dos compañeros de origen
trotkista compartían ideas amigables con el jefe. Hasta que me tocó el turno
de hablar y, contra lo recomendado por las reglas de la cortesía política, osé
opinar que mi organismo era un antro de corrupción donde había hijos y
entenados, para resumirlo aquí en pocas palabras. Como si fuera hoy recuerdo
cuando el encumbrado M.C. cambió su cordial fisonomía, empezó a enrojecer su
rostro de a poco y apuntándome con un dedo me espetó: "¡A vos te voy a
destruir!", aduciendo que mentía. Sorprendido, solo atiné a preguntarle si era
normal para él "matar al mensajero". La calentura fue luego en baja
atenuada por los otros participantes, mientras el funcionario mangueaba un
cigarrillo a un delegado que tenía al lado. Todo terminó en paz, con apretones de manos y entre chistes
(de los demás).
No dudo que mis compañeros en esa ocasión no compartieran mis ideas pero
también aprendí que muchos delegados de mayor poder usan las embestidas de
locos como yo para lograr más espacio político con los de arriba. Como suele
decirse, la juegan de "componedores", de dialoguistas. Piensan que
eso de la confrontación de intereses "no va más" porque la relación
de fuerzas es desigual y "los compañeros no participan". Su política
es tomar el café todas las tardes con los funcionarios y entre chiste y chiste
sacarles alguna concesión con la cual satisfacer a sus dirigidos para lograr
los votos que los mantengan en su posición. También para su beneficio personal,
por supuesto. Incluso, la aparición de un "sincericida" de vez en
cuando les da más oxígeno para negociar esas secundariedades, prometiéndole al
poderoso ponerlo en caja.
Lamento reconocer que me ganaron pero experiencias como estas me condujeron a
pensar que la militancia honesta, por más que se apliquen conceptos de
conducción política y vayan detrás de ideas justas, es otra de las tantas
luchas de egos en la cual es inútil embarcarse. ¡Es tan fácilmente corruptible
la gente! ¡Con tanta ligereza justifican sus traiciones! ¡Sus convicciones son
tan lábiles! Se pelean por mínimas porciones de poder y cualquier diferencia es
óbice para independizarse en una republiqueta aparte.
Quienes demuestran algo de solidaridad y sensibilidad están muy alejados del
"hombre nuevo", ese capaz de inmolarse en pos del conjunto, el que
proponía el Che y de los que tantos burguesitos cobardes hoy se burlan. Poco
quieren dar, poco quieren ceder. Por eso, hoy por hoy, creo que la única salida
digna que nos queda es trabajar en organizaciones solidarias, cuanto más
efectivas, independientes y anónimas mejor, sin alimentar la egolatría ni el
interés propio de ningún dirigente.
Mis reacciones ante cosas injustas me acompañan en el tiempo. No se si es una
culpa religiosa o un vestigio de sensibilidad. Es algo sanguíneo y todavía
lucho por controlarlas. Tampoco se para que me sirvieron ni servirán, porque no
cambian nada ni a nadie.
Varias veces me he bajado del auto para reclamarle a otro conductor no respetar las señales de tránsito y poner a los
demás en riesgo. Aunque todos me adviertan que es peligroso porque en Buenos Aires
normalmente los más irrespetuosos de la convivencia están crispados o alardean
de alguna impunidad. Quizás el día que me toque ser víctima de un robo o una provocación patotera, o ser testigo de una agresión a un indefenso, mi propia reacción -seguramente
destemplada- me enviará al cadalso. Me cuesta aún medir las consecuencias: cuando
engrano, redoblo la apuesta, "escapo para adelante".
Alardear de alguna ventaja es lo que hacen los "barras" en las
canchas, los "excluídos" que violentan a los "incluídos",
los de arriba, empresarios y funcionarios. Cuando no se tienen barreras
morales, cualquiera refriega su cuota de poder al de abajo. El portero de
edificio extorsiona a los consorcistas. Un sodero corre a tiros al competidor
que le robó un cliente. El gremio le quema la panadería a uno que bajó los
precios demasiado o le cobra una cuota "por seguridad" al comerciante. La vieja
fábula del gallinero. Ellos encuentran alguna herramienta que oculte su
profunda cobardía, los haga creerse valientes, mantenga sus privilegios o
simplemente les permita sobrevivir en la jungla. Quizás ni necesiten
justificárselo.
Como dijera el filósofo quemero Ringo Bonavena, la experiencia es un peine que
te alcanzan cuando te quedaste pelado. Después de lo vivido, del análisis y la
síntesis, queda algo así como la nada, el desengaño. Por eso vamos agregando
ladrillos en la pared, para poder sobrevivir a esta locura. Horanosaurus.
Foto superior cortesía de Pablo Morgavi.
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